*Artículo publicado en E-Consulta en mayo de 2007.
Probablemente la única áncora de salvación
sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas. Pero
además hay que vivir.”
Julio Cortázar. Rayuela.
La educación
ha tenido históricamente y tiene hoy, la función primordial de capacitar a las
nuevas generaciones en los conocimientos científicos y técnicos más
actualizados y pertinentes para su inserción eficiente en el mundo del trabajo
y para su adecuada adaptación a la dinámica social.
Renunciar
a este esfuerzo por brindar una formación científica y tecnológica de la más alta
calidad sería condenar a nuestros niños y jóvenes al fracaso social y
significaría una grave falta de ética por parte de los educadores, las
autoridades educativas y la sociedad en
su conjunto.
En
las circunstancias actuales en las que la “primera hélice” de la globalización
-como la llama el pensador francés Edgar Morin[1]-
impone condiciones cada vez más fuertes de competitividad para los egresados
del sistema educativo, sería inaceptable una propuesta que invitara a evadir el
compromiso de formación de los “hábitos cognitivos”[2]
de los educandos.
La
llamada “sociedad del conocimiento”exige a los educadores y a las instituciones
educativas redoblar los esfuerzos para que los planes de estudio y las
prácticas de enseñanza-aprendizaje que se generan de ellas aborden con toda
seriedad los contenidos de las diversas
disciplinas, haciendo que los estudiantes, dependiendo de su nivel, puedan
familiarizarse, manejar y aplicar con destreza los lenguajes y métodos de las
ciencias naturales, humanas y sociales.
“Pero
además…hay que vivir”, y la educación ha tenido históricamente y tiene hoy con
mucho mayor urgencia, el deber de formar en el educando la clara convicción de
que “hay que vivir” y que la ciencia, la técnica, la información y el
conocimiento, no son suficientes para enfrentar con pertinencia el desafío
fundamental que tiene que resolver cada persona por sí misma: el de construir
su propia existencia.
Porque
el acelerado desarrollo de la “primera hélice” de la globalización –la de la
economía, el mercado, la dominación, el control- no ha tenido como complemento
y contrapeso un desarrollo suficiente de la “segunda hélice” –la del humanismo,
los derechos humanos, el respeto a la naturaleza y a la vida-. En este
desequilibrio vivimos y de este desequilibrio es producto y al mismo tiempo
productora la educación.
Los
acontecimientos trágicos que recientemente se han producido en el ámbito de
instituciones educativas internacionales y locales están hablando de la
urgencia de abordar seriamente este reto de una educación compleja que deje atrás
el falso dilema que plantea la disyunción entre formación científica de alta
calidad y formación humana pertinente.
Una
educación a la altura de nuestros tiempos tiene que ser una educación que
conjugue la formación de alta calidad científica y técnica con la educación
humana también de alta calidad autorreflexiva, afectiva y moral.
Porque
la educación actual, como señala Marina, debe formar los hábitos cognitivos
simultáneamente con los hábitos afectivos y con los hábitos operativos. La
educación de la razón y de la creatividad – que no es lo mismo que una
educación de la memoria y la repetición- debe ir tejida en conjunto con la
educación de los sentimientos –que no es lo mismo que una educación
sentimentalista superficial- y con la educación de la autonomía –que no es lo
mismo que una educación del capricho voluntarista-, para poder responder a las
exigencias del mundo actual y a las necesidades de los niños, adolescentes y
jóvenes actuales.
La
relación entre educación y sentido de vida es un elemento fundamental que debe
abordar esta educación compleja que capacite para vivir. Esta relación tiene que
ser abordada de una manera acorde con los tiempos actuales que están marcados
por la incertidumbre.
En
los tiempos de las certezas y los absolutos, el sentido de vida era algo
predeterminado. Existía UN sentido para la vida –socialmente legitimado y aceptado-
y las nuevas generaciones tenían que asimilarlo y adoptarlo como propio para
orientar sus propias vidas.
La
educación actual, la de los tiempos de incertidumbre, debe formar a los
educandos en la convicción de que “la
vida no tiene sentido”, sino que hay que dárselo. Víktor Frankl[3],
el famoso terapeuta judío que sobrevivió al holocausto, afirma que el sentido
de la vida es lo que mantenía la humanidad de los prisioneros en el campo de
concentración. No era un sentido de vida predeterminado sino un ejercicio
íntimo y profundo de libertad que nacía de lo más profundo y que llevaba a los
que lo ejercitaban a entrar a la cámara de gases recitando una oración,
mientras otros lo hacían maldiciendo.
La
educación debe promover los espacios para que cada educando caiga en la cuenta
de que es necesario construir un sentido para su propia vida y aportar elementos
de sentido a la existencia de la sociedad y de la especie humanas y, a partir
de esta convicción, desarrollar las herramientas intelectuales, afectivas y
operativas que les permitan construir día a día su propio proyecto de vida,
dentro de las circunstancias generales que les presente la vida.