lunes, 2 de diciembre de 2013

EL CUENTO ES MUY SENCILLO, PERO NO TANTO…





(Fragmento de un texto preparado para un grupo llamado informalmente “el plan” en el que participamos Martín y Gaby con otros matrimonios amigos de 96 a 97. La idea era compartir algo de nuestra infancia que nos hubiera marcado significativamente).
                  Ahora que lo pienso bien, todo ese “orgullo nerd”…fue siempre en alto grado una necesidad de competir por el cariño paterno entre siete “talentosos y seguiditos” por destino más que por decisión.
                  En efecto, siete que llgábamos año tras año por “gracia de Dios” pero también por toda una mentalidad y una cultura de época, la cultura de “los hijos que Dios nos mande” que no era muy reflexionada, era simplemente lo que tocaba y me imagino, que no tocaba con demasiado disgusto o desagrado donde tocó tantas veces: ocho que fueron siempre siete en razón de que Gabo llegó cuando Ray ya había partido en ese incidente deportivo que quizá nos sumergió para siempre en ese “mentes vemos, cuerpos no sabemos” del que ya les platiqué.
                  Pensándolo bien, ese ser aplicados fue casi genético en una familia en la que papá no pudo estudiar –y para mi daño o beneficio no pudo estudiar arquitectura-. No recuerdo el momento en que se nos fue haciendo esa conciencia de que teníamos que sacar siempre diez y que los primeros lugares eran casi parte de la honra de la familia… tal vez los orígenes son remotos, -llega un recuerdo reciente de mis papás reclamando a mi maestra de segundo de Primaria del Pereyra porque no me dieron a mí una medalla que según esto merecía y se la llevó otro compañero-. El caso es que para nosotros fue algo que se fue haciendo natural, casi dado por hecho. Sí veo, ahora a la distancia, la necesidad de ser queridos por nuestros papás por los diplomas y medallas de fin de cursos pero esa es una explicación a posteriori, algo que nunca nos fue dicho, ni fue forzado ni cuesta arriba para nosotros que jamás nos sentimos presionados en ese entonces para lograrlo.
                  El ritual empezaba desde el primer día de clases en que durante todo el trayecto desde la 31 poniente hasta la 29 oriente –toda la ciudad de entonces- que mediaban entre la casa y el salesiano, mi papá iba “sensibilizándonos”  a la enorme trascendencia que significaba entrar a un nuevo año escolar y cómo tendríamos que esforzarnos por estudiar y “portarnos bien”…todo ello aderezado con oraciones abundantes.
                  A partir de allí iniciaba la carrera y poco a poco y casi como emergiendo de nuestro metabolismo, nos íbamos ganando los dieces y las famas y las simpatías de unos y las antipatías de otros. En esta carrera había de todo, entre otras cosas, la sensación de que cada trabajo era como una batalla campal que tenía que sortearse (aunque si no salía bien, mis papás tuvieran que llegar 11 o 12 de la noche, al concluir sus reuniones del grupo religioso en turno –cursillos, acción católica en varias modalidades, etc.- a terminarlo o de plano a rehacerlo para que al despertar uno sintiera la tranquilidad de que había salvado el honor y casi la vida. Esta ayuda de mis papás fue sobre todo en las cuestiones manuales, de allí lo inútil en ese rubro que salí, lo cual me hizo llegar siempre a entregar mis maquetas de arquitectura en la universidad don todos los dedos llenos de curitas y me hace hasta la fecha contratar “especialistas” casi para cambiar el foco que se fundió en la sala.
                  Al final del año, el orgullo de tener en filita tres, cuatro, cinco, seis hijos que transitaban por sus premios por el pasillo del auditorio y la autoestima que crecía en cada: “¿Cómo le hacen para que sus hijos sean tan estudiosos?”  o “los López Calva esto o aquello”, dicho con una mezcla curiosa de admiración y envidia por otros papás. Al final de esto, el rito de agradecimiento en el que desfilaban a comer en la casa todos los maestros y el padre director, un rito del que yo llegué a tener la sensación de que me querían en la escuela por mis papás y no tanto por mi persona o por mi trabajo.
                  De todo esto aprender, aprender mucho porque se trataba de estar hiperatentos todas las clases y así los exámenes “no sabían ni a melón”. El aprender que valoro porque me hizo una disciplina, una responsabilidad, una trayectoria, un método de estudio y un gusto por aprender que he descubierto y valorado mucho después.
                  Este recuerdo tiene dos sensaciones: la primera es la nostalgia que me sigue invadiendo al escuchar el “Largo” de Xerxes de Haendel porque me recuerda el pasillo, los profesores al frente y la despedida de cada uno, así de simple, sin diplomas ni premios, despedida y abrazos que se hacían mucho más intensos al salir de la secundaria y repetir, con la misma música, el mismo ritual humano imprescindible que no sé por qué no se le ha ocurrido a nadie en otros colegios.
                  La segunda sensación es la de sentirme por primera vez una persona individual, distinta. ¿Los signos?: La ropa nueva, la peluquería de grandes con mi papá y la plática de “hombre a hombre” que me hizo entrar mental y prematuramente a la adolescencia que llegó mucho más tarde y creo que aún no se acaba de ir.
                  Estos signos pueden parecer pueriles pero si tomamos en cuenta que en la selva de siete uno se sentía siempre masa y que además la propiedad de la ropa siempre fue comunal (una imagen imborrable es la de mis papás llegando de una tienda y echando sobre la mesa un montón de playeras y pantalones y diciendo siempre sin señalar un destinatario: “les trajimos esto a ver si les queda”), si tomamos en cuenta esto y que la peluquería era muy cara y entonces el peluquero, el famoso Miguel iba a la casa y nos cortaba el cabello en serie y en serio para que durara, pues estos dos signos además de la plática personalizada fueron imborrables…

Tres imágenes para el día del maestro.

*De mi columna Educación personalizante. Lado B. Mayo de 2012. 1.-Preparar el futuro, “Qué lindo era el futuro...