Publicado en Lado B.
Martín López Calva*
@M_Lopezcalva
El 22 de mayo del año pasado publiqué en esta columna una reflexión titulada: Excluir la exclusión: educación incluyente para una sociedad democrática.
En ese texto partía de la frase de
Robert Antelme: “No suprimir a nadie de la humanidad” para plantear la
necesidad –en ese momento justificada por la enorme polarización que
alcanzaban las campañas presidenciales- de construir una sociedad
mexicana en la que hubiera espacio para todos, independientemente de sus
tendencias políticas o ideológicas, sus creencias religiosas o sus
formas de vida.
Mucho camino hay que recorrer aún en
nuestra sociedad mexicana para dar ese paso entre el discurso que
plantean las declaraciones universales y que suscribimos quienes nos
decimos personas ilustradas y modernas y las prácticas individuales y
colectivas que se expresan en la casa, en la escuela, en la calle, en
los medios y en las redes sociales.
Porque en efecto, como se mencionaba en
el artículo referido, existe en nuestra comunidad el riesgo doble de la
intolerancia que implica la exclusión y el maltrato a los diferentes
–discapacitados, mujeres, indígenas, grupos minoritarios- y el de la
“tolerancia selectiva”, es decir, la de la tolerancia que se promueve y
defiende en determinados casos en que las situaciones de exclusión nos
parecen inaceptables desde nuestros marcos valorativos pero que se omite
o aún se deja de lado explícitamente cuando los casos de exclusión se
dan hacia personas, grupos o culturas que son contrarias a nuestro modo
de pensar o nos parecen inferiores o atrasadas, fuera de lo que la
vanguardia intelectual considera “políticamente correcto”.
De este modo, se dan muchas expresiones
de defensa de la tolerancia y de protesta contra la exclusión cuando
aquéllos que se “autoproclaman normales, buenos, poseedores de la verdad
o de los valores universales…” son los grupos que se consideran
conservadores. En estos casos podemos encontrar en las redes sociales y
en los medios de comunicación expresiones de indignación cuando se
discrimina a alguien con ideas de extrema izquierda o con preferencias
sexuales distintas o rasgos raciales indígenas.
Sin embargo, estos mismos individuos y
grupos defensores de la tolerancia no solamente admiten impávidos sino
muchas veces son parte de manifestaciones públicas de intolerancia hacia
grupos raciales que se consideran dominantes en lo económico o político
–“gringos”, judíos, “gachupines”, chinos, etc.- o hacia personas o
comunidades que profesan creencias religiosas y a las que se considera
por ese hecho retrógradas, fanáticas o culturalmente atrasadas.
En nuestro país hemos visto
recientemente dos ejemplos de esta “tolerancia selectiva” que desde mi
punto de vista es un tipo específico de intolerancia disfrazada de
pensamiento vanguardista.
Uno de ellos fue la reciente campaña
antisemita que se manifestó en las redes sociales hace un par de meses y
creció viralmente a pesar de los cuestionamientos, reflexiones,
oposición y llamados de atención por parte de algunos miembros de esta
comunidad, algunos de ellos parte importante de la vida intelectual del país como Enrique Krauze.
Krauze escribió un texto muy lúcido en
el blog de la revista Letras libres, advirtiendo el riesgo de esta
manifestación de intolerancia antisemita titulado: Racismos
convergentes, en el que señala: “En las semanas recientes hemos
atestiguado la reaparición de un antiquísimo prejuicio que, al menos en
México, creíamos desacreditado. Me refiero al antisemitismo que –como
casi todo mundo sabe y entiende– es un término acuñado en Alemania en
1879 y que se refiere al odio contra los judíos. El hecho ocurrió en
ambos extremos del espectro ideológico. Por una parte, Reporte Índigo, Carmen Aristegui y Reforma
destaparon la cloaca de una secta filonazi llamada “México despierta”
incrustada en las altas esferas del gobierno de Calderón. Y,
paralelamente, en el Twitter, una campaña denominada #EsDeJudíos se
volvió trending topic”.
El otro ejemplo es más sistemático y
permanente pero se manifestó de manera más clara y virulenta en las
semanas recientes a raíz de la reciente elección del cardenal Bergoglio
como sumo pontífice de la iglesia católica y la posterior celebración de
la semana santa.
Se trata de las muestras de intolerancia
de muchos de los defensores de la tolerancia, cuando se trata de temas
que atañen a la iglesia católica y a sus miembros. Una gran cantidad de
tuits y entradas de Facebook durante los días del cónclave y en el
transcurso de la semana santa manifestaron burlas y hasta insultos hacia
al Papa, los cardenales, obispos y sacerdotes, hacia la iglesia en general y hacia los católicos.
El que hayan aumentado en la cantidad y
en el tono parece ser producto de los recientes y totalmente condenables
casos de pederastia que se han descubierto y denunciado en los que un
buen número de sacerdotes han sido protagonistas y varios miembros de la
jerarquía han pretendido ocultar o no han actuado con la firmeza que
estos casos requerían.
Sin embargo, la existencia de estos
hechos moralmente inaceptables y legalmente delictivos en el seno de la
iglesia y la crisis que esto ha provocado no justifican la ola de
intolerancia y descalificación, no en contra de estos casos específicos
sino hacia toda la iglesia y hacia todos los creyentes.
Para dejarlo más claramente asentado,
cuando me refiero a manifestaciones de intolerancia y exclusión de
muchos miembros de la sociedad mexicana hacia la iglesia católica y los
católicos no estoy hablando de los artículos o reportajes que investigan
hechos o elementos negativos que sin duda existen en la iglesia como en
toda institución humana, tampoco estoy hablando de artículos de
opinión, editoriales o aún imágenes, comentarios, tuits o entradas de
Facebook en quede manera crítica y objetiva se expresan cuestionamientos
o condena a estas cuestiones.
Me refiero a muchas manifestaciones que
sin ningún rigor ni fundamento equiparan el término sacerdote a
pederasta, descalifican la creencia de la gente tachándola de fanática o
manipulada y se burlan de manera clara y muchas veces ofensiva de la
religiosidad de millones de mexicanos.
Este tipo de campañas contra los judíos,
contra los católicos o contra cualquier grupo social que se considera
“opresor”, “manipulador” o “intolerante”, resultan -paradójicamente-
profundamente intolerantes porque excluyen de manera infundada y basada
en prejuicios a otros seres humanos por su raza –así sea dominante o
“superior” en lo económico o político- o por sus creencias –así resulten
“retrógradas” o “conservadoras” para los que se autodefinen como
progresistas- y generan resentimiento, odio e incomprensión entre los
mexicanos.
Dice una expresión anónima que
“tolerancia es esa sensación molesta de que al final el otro pudiera
tener razón”. Tal parece que los mexicanos no estamos dispuestos a
experimentarla porque exigimos tolerancia a los demás para poder pensar,
decir y vivir como creamos más conveniente, defendemos la tolerancia
cuando alguien excluye a los que piensan como nosotros o a quienes
nosotros pensamos que no se debería excluir, pero dejamos pasar sin
decir nada o incluso participamos de las manifestaciones de exclusión
hacia las personas o grupos que piensan, se expresan o viven de manera
distinta a nosotros.
La educación democrática a la que aspiramos tendría que buscar formar a los futuros ciudadanos en la tolerancia auténtica. Esta tolerancia según Morin
tiene tres niveles: el que implica aceptar lo que digan los demás
aunque no estemos de acuerdo, el que supone que tenemos la convicción de
que para que exista democracia es deseable que haya diversidad de
creencias y opiniones y por último, el que estamos dispuestos a asumir
que como afirmaba Niels Bohr: “muchas veces lo contrario a una verdad
profunda es otra verdad profunda”.
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