En estos días se ha intensificado el
debate con algunos amigos y conocidos respecto a la limpieza o fraude en el
proceso electoral que tuvo el domingo 1 de julio un momento culminante en la
votación emitida por un 64% del padrón de ciudadanos y que, para la minoría que
participamos en las redes sociales y tenemos acceso a información más analítica
de la realidad nacional suscitó una reacción mezclada entre desánimo,
indignación, temor y renacimiento del compromiso con este país que el domingo
mostró todas sus carencias, pero también, según mi punto de vista y análisis
limitado, toda su riqueza y sus avances históricos innegables.
La fuerza y el tono del debate han
escalado a tal grado que he tomado la decisión de escribir estas líneas fijando
mi postura personal sobre el antes, el durante y el después de las votaciones y
sobre la disyuntiva que veo a futuro para la izquierda mexicana, con el fin de
dejar claro lo que pienso y me mueve para voluntariamente asumir mi decisión de
salirme ya de este intercambio al menos por un tiempo.
¿Por qué escribir y compartir esto y
salirme del debate? Por un lado porque me siento realmente agotado
principalmente porque veo las redes sociales llenas de –perdonen la excesiva
franqueza- basura postelectoral: fotos, videos, cartones y caricaturas
supuestamente graciosos pero totalmente superficiales y hasta insultantes y
opiniones ligeras que parecen sustentarse en que “una golondrina sí hace
verano” porque a partir de un hecho o anécdota se atreven a descalificar lo que
ha costado años de lucha construir y millones de horas-hombre y pesos edificar.
Agotado también porque a los argumentos recibo muchas veces respuestas
emotivas, actos de fe, simples “nolocreo” y no razones o evidencias sólidas
para tratar de construir juntos algunos juicios cercanos a lo que realmente
pasó. Agotado porque parece que no se quiere comprender y conocer la realidad
sino imponer el propio punto de vista, o tal vez con más claridad, el punto de
vista del candidato al que se sigue ciegamente y se ve como la “salvación del
país”.
Por otra parte porque el tono del
diálogo ha llegado a extremos en los que leo entre líneas el riesgo de dañar
relaciones de afecto con personas que estimo y para mí ningún proceso
electoral, ningún tema político puede ni debe interferir en los vínculos
humanos profundos que considero muchísimo más valiosos incluso que mi apuesta
por la criticidad verdadera (sí, ese es el “verdadero cambio verdadero” que
sigo viendo como urgente para que este país avance y no pierdo la esperanza de
que se logre dentro de varias generaciones porque eso no se construye en seis
años).
De manera que cuando alguna persona
a la que estimo empieza a insinuarme que quiero avalar “el fraude” (esa palabra
que por haber mezclado tantas cosas ya significa todo y nada) y me imagino que
el siguiente comentario dirá que soy parte de “la mafia en el poder”, “amigo de
Salinas de Gortari” o “miembro del grupo Atlacomulco” –es broma, creo que también
el humor puede salvarnos de la depresión postelectoral- pues ya veo claro que
no debo continuar por ese camino porque no se me ha comprendido nada.
1.-Antes: crónica de un regreso anunciado.
El proceso de polarización que hoy
vivimos empezó desde hace seis años, por un lado con el mito del fraude que
jamás pudo probar AMLO y que se basó en mentiras que por supuesto, sus
seguidores jamás van a aceptar: la mentira de que “sus encuestas” lo ponían 10
puntos arriba de Calderón unos días antes de las elecciones cuando ya estaban
en empate técnico, la mentira de la noche de la elección en que afirmó “que sus
datos” le decían que había ganado por 500,000 votos de diferencia y que “con
todo respeto” exigía al IFE que avalara ese triunfo, la mentira del “fraude
cibernético” y el “algoritmo” maldito que también fue desmientida técnicamente,
la mentira del “fraude a la antigüita” basado en el video de una casilla donde
supuestamente se rellenaban votos ilegalmente y que también fue desmentida por
su propio representante de partido en la casilla, etc. etc.
Por este lado, la terquedad en
sostener el supuesto fraude lo llevó a todo el asunto de la “presidencia
legítima” y el desconocimiento del “espurio”, la tensión en la que apenas pudo
tomar posesión Calderón, la negativa sistemática a reconocerlo y negociar desde
la legitimidad de tantos millones de votos obtenidos y de ser la segunda fuerza
en la cámara de diputados, una agenda de izquierda e incluso posiciones de
gente de izquierda en el gabinete, en fin, lo llevó a forzar a la izquierda a
desperdiciar su triunfo y convertirlo en derrota. Lo llevó a orillar a Calderón
a pactar con el PRI con el consecuente fortalecimiento del partido de los
dinosaurios que hoy regresará a gobernar el país, entre otras cosas, gracias a
que la izquierda lo fortaleció y le dio el poder para “vender caro su amor” al
gobierno hoy saliente.
Pero por el otro lado, en el polo
opuesto la historia también comenzó hace seis años cuando a Peña Nieto o a
alguien del PRI se le ocurrió que él podría ser la figura –en el sentido más
estricto de la palabra- que los llevara de regreso a Los Pinos y empezaron a
construir la imagen del “rock star” que el domingo pasado ganó las elecciones y
será el presidente de México los próximos seis años. En todo este período, el
PRI se dedicó a presionar al gobierno federal panista para sumarse a algunos
acuerdos e iniciativas que garantizaran la gobernabilidad y algunos avances
–aunque insignificantes, mejores que la parálisis total- y a producir y vender,
gracias a contratos millonarios con los medios, sobre todo con las televisoras
y en especial con Televisa, un producto llamado “Enrique Peña Nieto”. Este
producto-personaje tuvo la habilidad de ir reconstruyendo la unidad entre los
“señores feudales” gobernadores de su partido que aún son mayoría en México, un
gran porcentaje de los llamados “poderes fácticos” y los diferentes sectores de
su partido que vieron en él la posibilidad de recuperar el poder a nivel
federal.
Al mismo tiempo, en el PAN se hizo
realidad la maldición atribuida creo a Castillo Peraza, de “ganar el poder y
perder al partido” debido a dos errores que considero fundamentales: por una
parte, hacia su interior, se privilegió el pragmatismo de buscar la
conservación del poder por encima de los principios democráticos que siempre
habían caracterizado a acción nacional y por otro, en el ejercicio del gobierno, desde
Fox hasta Calderón con estilos distintos, se evadió la responsabilidad de
desmantelar el viejo sistema corporativo priista contra el que se había
combatido y se trató de hacer una copia, una mala copia de este mismo sistema
“empanizado”. Es así que el partido se dividió y no formó a los cuadros y
liderazgos fuertes que pudieran garantizar los relevos y además se desgastó frente
a una ciudadanía que esperaba que la alternancia trajera una verdadera
alternativa de gobiernos distintos y que vio con desilusión repetirse la misma
historia de siempre.
En particular el gobierno de
Calderón se cerró en privilegiar la lealtad y la incondicionalidad sobre la
eficacia y se empeñó en una estrategia
equivocada contra el crimen organizado que generó una escalada de
violencia a la que aún no se le ve
salida y que se posicionó como la principal prioridad y elemento de evaluación
del sexenio, dejando de lado muchos otros frentes, incluyendo aquellos donde
hubo avances y logros.
Esta combinación explosiva no podía
tener una llegada tersa al proceso electoral que se inició con un candidato
empeñado en el mito del fraude, un candidato artificialmente construido y con
el pecado original del despilfarro de recursos para su posicionamiento
mediático y una candidata con la doble debilidad de ser, simultáneamente la
oposición al candidato del presidente y al mismo tiempo, la representante de la
continuidad de su muy cuestionado gobierno.
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