lunes, 4 de enero de 2010

Preparando el (eterno) retorno

Mañana regreso a la universidad y como cada fin de vacaciones estoy cerca de la media noche con mil pendientes e ideas rondando por mi cabeza y pocas posibilidades de conciliar el sueño. En parte es que soy muy hombre (“el hombre es un animal de costumbres”, dicen por ahí y yo sufro mucho con los cambios de dinámica), en parte es que sigo a pesar de todo resistiéndome a que la rutina del “eterno retorno” que constituye la vida educativa me llegue a vencer y me deje sin proyectos, sin ilusiones, incluso sin utopía –en el buen sentido: horizonte que ayuda a caminar, no mundo o escuela perfecta que en nombre de ideales abstractos puede, como dice bien Rosa Montero, “llevar un infierno en las entrañas”- y, finalmente, en parte, es porque sigo en movimiento existencial e intelectualmente hablando y veo con una mezcla de resignación impotente y enojo inevitable como la universidad de hoy es un lugar donde se le “tira a matar” a todo lo que se mueva.
Me explico.
Por un lado soy un “animal de costumbres”, difícil de adaptar a nuevas situaciones, tiendo a establecer horarios, lugares, personas, ritmos de trabajo, actividades de referencia que vayan constituyendo mis días, dando cierta seguridad a mis pasos, proporcionando cierto clima creativo para mis inquietudes. Pero el mundo laboral, el mundo universitario de hoy, no es muy compatible con este modo de ser y de vivir. Empezando por el horario que siempre ha ido contra lo que llaman mi “biorritmo” personal o “mi ciclo circadiano” (soy de los que se desvelan y trabajan mejor si inician y terminan tarde el día mientras que el mundo escolar y universitario parte de la premisa de que hay que iniciar temprano y terminar también temprano). Un horario que ahora se ha vuelto como de “oficina gringa” o de “sucursal bancaria” o de “dependencia gubernamental” e inicia aún más temprano y es “corrido” (en el sentido de que no hay más que una breve pausa para comer y se sigue trabajando para salir temprano y en el sentido de que esto nos hace tener que correr literalmente para cubrir los pendientes administrativos de cada día, dejando nada de espacio para pensar, escribir, leer, estudiar…en fin, para esas cosas “inútiles” que pretende hacer un académico pero que no tienen sentido si a las horas en que eso se hace “ya cerró servicios escolares”.)
En este primer lado me recocijo en vacaciones –una vez que pasados ciertos días he logrado desacelerarme y cambiar el horario forzado por el natural- porque establezco un ritmo en el que además de disfrutar más a mi familia, puedo leer, escribir, pensar, resolver cosas prácticas, hacer ejercicio, etc. y el día rinde para todo.
Por otro lado, la tensión crece al acercarme a un reinicio de ciclo académico porque a pesar de que ya tengo cierto rango de cursos que imparto y me piden impartir en los distintos programas en los que colaboro, me sigo resistiendo a tomar el programa de la ocasión anterior en que dí X materia y cambiarle el semestre y el año y el horario, para tenerlo listo con los mismos objetivos, los mismos temas, los mismos materiales, las mismas actividades, los mismos chistes, los mismos rituales.
Si no hay pasión en el reinicio, si no se nos va un poco la vida en recrear el curso que hemos dado varias veces, si no tenemos ya, para este momento, nuevas preguntas, temas novedosos, lecturas o materiales encontrados recientemente, inquietudes por cambiar ciertas cosas para que den mejores resultados, la actividad educativa se vuelve algo vacío y sinsentido y empezamos sin duda a “embrutecernos por el sonsonete de las quinientas horas semanales” como dice Nicanor Parra en su desolador poema Autorretrato.[1]
El día que no sienta los nervios por llegar a mi primera sesión de clase del semestre ante la expectativa de saber cómo será el grupo, quiénes serán mis estudiantes, qué tanto lograremos avanzar realmente en un proceso educativo, ese día empezará mi decadencia como docente y sin lugar a dudas también empezará a ser repetitivo y vacío todo lo que sobre el proceso educativo pueda investigar, reflexionar o escribir.
Finalmente, está el tercer “lado” que implica la complejidad de la institución escolar o universitaria y la complejidad inmensa de la estructura socio-económico-político-cultural-humana-ética en que nos encontramos.
En este sentido, la tensión del regreso no es nada agradable ni productiva, es más bien una especie de resistencia que no puedo dejar de sentir con cada vez mayor intensidad. ¿Será que crecí al mismo tiempo que la universidad en que laboro? ¿Será que fui “joven, lleno de bellos ideales”[2] al mismo tiempo que mi institución forjaba también sus ideales y vivía su propia juventud sistémica? ¿Será que como afirmaba en esos tiempos gente más sabia que yo, toda escuela o universidad crecerá hasta que tienda necesariamente a esclerotizarse, a volverse una momia rígida atrapada en sus propios rituales y normas? ¿Será que no hicimos lo suficiente cuando pudimos? ¿Será que hicimos demasiado? ¿Serán ambas cosas a la vez?
El caso es que hoy, ante la inminencia del regreso, no dejo de pensar y de sentir dolor por esa universidad que era ante todo utopía que trataba de poner los medios para realizarse históricamente, por la institución que quizá con torpeza pero sin duda con pasión auténtica trataba de buscar los mejores modos de educar y de pensar la educación que le da sentido a su ser.
Atrapada en la sobrenormatividad, en la visión cortoplacista y pragmática, en las lógicas burocráticas, la universidad es hoy una empresa que vende servicios de formación profesional envueltos en hermosos discursos humanistas y de transformación social. En este sentido pide empeñar la vida en algo que ella misma desde sus estructuras de poder bloquea constantemente, envuelve con su proyecto seductor mientras hace todo por ser eficiente y rentable, cuestiona desde sus aulas y salas de conferencias al mundo “neoliberal”, “capitalista salvaje” del que es, inevitablemente un engrane fundamental.
“Y sin embargo se mueve…” y sin embargo, algo se mueve, algo sigue valiendo la pena en el contacto cotidiano entre docentes y alumnos, en la magia de una buena conferencia, de una reflexión inteligente, de un chispazo de difusión auténticamente universitaria, en una charla de pasillo, en una asesoría en el cubículo. Algo sigue llamándonos a pensar que vale la pena luchar contra “los molinos de viento” de la burocracia educativa y “ofrecer el corazón” no a una institución sino a una causa, la causa de la humanidad que a pesar del ruido constante y frenético del consumo, sigue en lo profundo clamando por su propia realización progresiva.
Por eso vale la pena el retorno, que aunque es “eterno retorno” en alguna medida, es también un espacio siempre nuevo de descubrimiento y humanización.

[1] Poema por demás recomendable para todo aquél que trabaje en el campo educativo
[2] verso del poema ya citado.

domingo, 3 de enero de 2010

Para este regreso a clases

Del teatro escolar

*Para Willy Cabello, el profesor,
por su sabía dirección de escena…

Primer acto
El maestro no es, como se dice mucho en al ámbito educativo, un actor que tiene que representar un papel dentro del aula, una personalidad ajena a la propia, fingiendo sentimientos de alegría en todo momento ante sus alumnos. El profesor es, más bien, como el director de escena, el que trata de coordinar la interacción de los diferentes personajes del drama, sus movimientos, la intensidad y el tono de los conflictos y las relaciones, y a partir de su propia personalidad, de su visión e interpretación personal, llevar a cada actor a vivir plenamente se propio personaje y a todos los actores en conjunto, a construir un drama creíble, constructivo y edificante, que haga crecer a todos los espectadores y los invite a la transformación.

Segundo acto
El maestro es, como el diseñador de la escenografía y la iluminación: el creador que pone las condiciones adecuadas en el escenario, dando vida a la atmósfera adecuada, al ambiente propicio, al tono intangible para que el drama ocurra, pero sin tener injerencia alguna en el contenido de los diálogos, el final de la historia o el desarrollo y destino de los personajes.

Tercer acto
El maestro pone su propia pasión, su manera de sentir y entender la historia, su personal interpretación del sentido del drama; el alumno pone sus sentimientos, su cuerpo, su mente y su trabajo, para desarrollar el personaje de cuyo perfil, autenticidad, peso escénico y destino, él es, el responsable directo.

Tres imágenes para el día del maestro.

*De mi columna Educación personalizante. Lado B. Mayo de 2012. 1.-Preparar el futuro, “Qué lindo era el futuro...