lunes, 4 de marzo de 2013

Una tarde, el abuelo...


 Una tarde, el abuelo decidió morirse o fue Dios, que siempre lo tuvo entre sus preferidos. Una tarde cualquiera, de un día cualquiera: no era fin de semana, ni día festivo, ni se celebraba algún santo especialmente famoso. Murió pues, como vivió su vida: de manera callada y tranquila, sin alardes ni estridencias, incluso casi a solas, sin público que atestiguara esa partida tan especial por discreta y común, como su vida.
    Una tarde el abuelo se quedó dormido y entró a la eternidad sin hacer ruido. Igual que acostumbró vivir la vida. Sin ser el centro de atención, sin girar instrucciones ni pedir nada.
    Esa es la imagen que guardo de su paso por el mundo. Quizás porque nací cuando pasaron sus tiempos oscuros, esos que son casi leyenda de tanto no contarse, en esta familia en que el orgullo de un apellido supuestamente exclusivo, nos quita a veces las posibilidades de asumirnos como seres humanos. Esos tiempos que hicieron de él, el villano bueno, -quizás por el pecado de querer disfrutar la vida- y de la abuela la heroína del "deber cumplido y el dolor callado", la marca del deber ser que es el sello familiar que nos cierra hasta hoy las puertas del gozo y la legítima alegría.
    Disfrute es lo que heredo de esas tardes de domingo en que sin proponérselo me hizo admirar el raro y hoy polémico placer de una buena faena en una tarde de toros, placer que sigo viviendo en dosis muy escasas y siempre mediadas por la televisión, aunque ahora no sea en blanco y negro. O el placer de fumar un puro muy de vez en cuando, en las grandes ocasiones en que puedo arriesgarme a  tres días de garganta irritada o incluso a un  poco de taquicardia.
    Creo que por no olvidar sus historias de admiración por el ejército alemán, -por brillante estratega, espero y no por nazi, aunque quizás un poco había de eso-, en el recuento de la herencia entra también mi apasionado gusto por la historia y por todo lo humano que la historia nos revela. Con las luces y las sombras, con las enormes contradicciones que implica ser miembros de esta especie paradójica y misteriosa.
    Tal vez por eso no entiendo el juego de los buenos y los malos que juegan empecinados los hijos de este abuelo. Tal vez por eso me dio ternura pero también cierto coraje ver como aún en su entierro, cada uno rumiaba su desolación en su propia esquina: uno en silencio, otra diciéndole adiós, otros cantando como si hubiesen sido scouts, mientras mamá contestaba casi a gritos un rosario que no venía al caso, con más rabia que fe.
    Cada uno matando al silencio por separado, incapaces de estar juntos, de abrazarse todos por un momento  como seguramente tú y la abuela hubieran querido.
    Probablemente  fue porque tú no dejaste instrucciones sobre qué hacer en tu sepelio, no pediste mariachis ni el “Son de la negra” ("si me la hubieran hecho buena", habrás pensado en estos últimos años). No dejaste instrucciones para tu muerte porque tampoco diste instrucciones en vida. Eso le tocaba a la abuela, tú solamente viviste y dejaste vivir.
    Así como no hubo mariachi, seguramente no habrá libro ni homenajes. No fuiste lo suficientemente atractivo para eso. Fuiste simplemente, tan simplemente humano como para que casi no se te notara.
    Por eso manejando de regreso del panteón, me hiciste soltar un par de lágrimas privadas y me impulsaste a escribir estas líneas que quieren solamente recordarte o expresar al menos, una parte del recuerdo subjetivo que me queda de tí.
       
        A petición de nadie: Martín.
  Por azar y privilegio, el mayor de tus nietos.
    30-31 de agosto de 2005.

Tres imágenes para el día del maestro.

*De mi columna Educación personalizante. Lado B. Mayo de 2012. 1.-Preparar el futuro, “Qué lindo era el futuro...