lunes, 25 de julio de 2011

Volver a los diecisiete…

Para Fernando, triple compadre.


“Volver a los diecisiete

Después de vivir un siglo…”

Violeta Parra.

El sábado dieciséis de julio por la mañana me levanté cansado de un viaje relámpago bastante desgastante, un viaje de trabajo de esos que no se pueden evitar a pesar de que nuestro cuerpo se rebela y nos grita de muchos modos que no lo hagamos. Era un día doblemente especial: se cumplían dos años justos de la primera operación de Mariana, dos años de la “batalla” que ella ha ido ganando y en la que la hemos acompañado junto con ese “escudo de amor” que la protege, pero además era el cumpleaños número cincuenta de uno de mis mejores amigos, de esos amigos que hoy –porque ya estamos en esas edades- con toda justicia puedo llamar “de toda la vida”.

Antes de ir a la comida organizada por su familia –familia también amiga de toda la vida- para celebrar la ocasión, me dieron ganas de poner algo en mi muro de facebook que no dejara que esta ocasión especial pasara inadvertida o más bien, que subrayara que para mí, en un natural ejemplo de empatía afectiva, esta era una fecha muy relevante.

Lo que se me ocurrió fue buscar una canción que tuviera algo que ver con la celebración y después de pensar un poco y dar vuelta a varias opciones, esta canción terminó siendo “A mis amigos” de aquél Alberto Cortez al que tanto escuché en mi etapa de bachillerato y parte de la universidad y que aunque no ha resistido la “prueba del tiempo” al menos en mi gusto personal, es representativo de aquéllos tiempos de sueños juveniles y tiene algunas canciones, entre ellas esta, que me siguen pareciendo bellas.

“A mis amigos les adeudo la ternura y las palabras de aliento y el abrazo, el compartir con todos ellos la factura, que nos presenta la vida paso a paso…” dice Cortez en la canción y me parece que en el caso de Fernando, estas palabras describen perfectamente lo que ha sido la amistad construida en las aulas de la prepa y forjada después con palabras de aliento que han ido y venido en ambos sentidos y también con un continuo compartir esas facturas que la vida nos ha ido presentando paso a paso.

Sin embargo la primera canción que vino a mi mente no fue esta sino la de Violeta Parra que cito en el epígrafe: “Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo…” que no describe tanto la amistad sino la sensación de llegar a los cincuenta con la añoranza de esos tiempos felices de la preparatoria, de esos diecisiete años en los que todo o casi todo está por escribirse en nuestras vidas y en los que se construyen quizá, al menos es en mucho mi caso, las amistades duraderas, las que acompañan toda la vida.

Volver a los diecisiete y estar otra vez estudiando matemáticas en la casa de Don Pedro y doña Lola, estudiando un rato pero haciendo las pausas obligadas para un taco árabe en el Oasis del final de la Avenida Juárez –en la época de los drive inn- en la Brasilia verde o en “la playa” –la vieja Dodge Mónaco que mi mamá me prestaba sin saber todas las aventuras que en ella se desarrollaban-. Estudiar un rato antes de tomarnos unas cubas que terminaban platicadas y tranquilas en la madrugada, cuando María y Marilupe ya habían regresado de la salida con sus novios respectivos y la casa estaba silenciosa salvo por nuestra sesión de “estudio”.

Volver a los diecisiete para saborear de nuevo la vida sin ninguna responsabilidad mayor que el sacar calificaciones razonables o llegar no tan tarde a casa. Volver a ese mundo mágico que era el Oriente de aquéllos tiempos, nuestros tiempos, como debe serlo para cada generación en sus propios tiempos.

Después de vivir un siglo o medio siglo que se dice fácil y de hecho se va “como agua” porque cuando uno voltea la cara resulta que ese adolescente de diecisiete con todos sus sueños y utopías se ha convertido en un adulto de cincuenta, casi sin percibirlo, como si la vida se colara entre los dedos como el agua cuando queremos atraparla pero también como si diez, veinte, treinta años fueran un siglo porque son tantas las experiencias vividas, tantas las facturas acumuladas que es imposible dejar constancia de todas o simplemente recordarlas.

Volver a los diecisiete después de vivir un siglo, pero volver tan solo para retomar la frescura que sigue siendo necesaria para enfrentar la vida hoy que ya tenemos hijos mayores o menores, para revitalizarnos con esa energía de los que fuimos y de manera distinta hoy seguimos siendo.

En el caso concreto de Fernando, he sido testigo y destinatario privilegiado de su “terquedad bondadosa” y de su “inocente madurez” con la que me he enriquecido en estos años. Esa terquedad y esa bondad combinadas, que son como un sello genético, una especia de marca familiar que se comunica siempre con una sonrisa, una invitación a la alegría, un compartir la esperanza y un darse al otro al grado de a veces olvidarse de uno mismo.

El más claro ejemplo de esto vino a mi mente esa mañana del dieciséis de julio, recordando que dos años antes, en esa misma fecha, Fernando decidió pasar su cumpleaños número 48 en el hospital, acompañando todo el día la angustia y el nerviosismo, la esperanza y la ansiedad de unos amigos que tenían a su hija en el quirófano en una intervención muy delicada. “El mejor regalo de cumpleaños para mí este día, es que mi ahijada haya salido bien de la operación”, me dijo aquella noche después de alrededor de diez horas de tensión. Ese es el sello con el que se imprimen en el corazón y en la mente los amigos “de toda la vida”. Esos son los gestos que hacen que no baste una vida para agradecer la amistad.

Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo.

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*De mi columna Educación personalizante. Lado B. Mayo de 2012. 1.-Preparar el futuro, “Qué lindo era el futuro...