*Publicado en Síntesis. 30 de agosto de 2007.
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El
regreso a clases se presenta como una oportunidad para reflexionar acerca de
los elementos y condiciones que contribuirían a que la educación se convirtiera
en uno de los motores del desarrollo de un país más democrático, justo,
moderno, democrático, plural e incluyente.
La coyuntura parece ser más propicia en estos momentos en que, como cada
inicio de sexenio, se habla de la búsqueda de una reforma educativa profunda y
en los que se manifiestan tensiones como las que reflejan las recientes
declaraciones de la lideresa -ahora vitalicia- del magisterio descalificando a
la titular de la secretaría de Educación Pública federal.
¿Por
qué la educación vive permanentemente en el desacuerdo y la desconfianza entre sus
diversos actores? ¿Es inevitable que las tensiones, la diversidad de
perspectivas y aún los intereses particulares o de grupo bloqueen el camino hacia una verdadera reforma
educativa que trascienda el discurso, los documentos y las formas y cambie
verdaderamente lo importante del proceso educativo, es decir, lo que sucede
cotidianamente en las aulas?
En
alguna conferencia de un congreso de educación, escuché a un pedagogo
colombiano hablar acerca del enorme potencial de transformación social que
tiene la educación escolarizada. En su argumentación hubo una idea que me dejó
una marca imborrable cuando afirmó más o menos lo siguiente: ”En este momento
hay varios millones de estudiantes y profesores trabajando en las aulas de las
escuelas del país. Si en este trabajo ocurriera que los educandos aprendieran
lo que tienen que aprender, del modo en que lo tienen que aprender y lo
aprendieran con profundidad y felicidad, nuestros países latinoamericanos
podrían mejorar radicalmente”.
Lograr
que los millones de estudiantes que reiniciarán sus clases en este mes de
agosto en todo el territorio nacional aprendan en este nuevo ciclo escolar “lo
que tienen que aprender, del modo en que lo tienen que aprender” y lo aprendan
con “profundidad y felicidad” no es una tarea que dependa exclusivamente de los
profesores o de los mismos niños y adolescentes, ni es un reto que se logre
solamente a través de buenos planes de estudio o de libros de texto de buena
calidad.
Porque
aunque nuestra sociedad mexicana no termine aún de entenderlo, la educación no
depende de uno o dos factores vistos aisladamente. Ni siquiera es algo que tenga
que ver prioritariamente, como muchas veces se maneja ante la opinión pública,
con la cantidad de recursos económicos que se destinen al sistema educativo.
La
educación es una tarea compleja, lo cual, como afirma el pensador francés Edgar
Morin, no significa lo mismo que complicada. Lo complejo es, etimológicamente
hablando: “lo que está tejido junto”, es decir, lo que conjunta en una red más
o menos armónica y equilibrada aunque siempre en tensión, múltiples elementos.
En
la educación se requiere lograr la conjunción y armonización de muchos factores
que deben trabajar conjuntamente, aunque esta armonía esté siempre sujeta a
desacuerdos, desequilibrios y tensiones.
En
uno de los artículos que publicó en la revista Proceso a lo largo de muchos
años, don Pablo Latapí Sarre, uno de los pilares de la investigación educativa
en nuestro país, afirma que la educación es siempre una “zona de conflicto”
porque en ella confluyen y entran en choque los intereses de muchos sectores
sociales: padres de familia, maestros, gobierno, grupos intermedios,
directivos, etc.
Esta
es la realidad estructural de lo educativo y tiene que asumirse no solamente
evitando ver como indeseable este posible conflicto para cambiar la perspectiva
y aceptar que esta confluencia de
intereses, sueños e ideas –más o menos legítimas, más o menos interesadas- es
lo que constituye y da vida al sistema complejo que constituye la educación de las
nuevas generaciones, sino además tratando de cambiar la visión de simplicidad
que lleva a analizar y gestionar estas realidades diversas aisladamente, para pasar
a una visión de complejidad que concibe la gestión de lo educativo desde la
articulación de estos elementos distintos, de manera que, como afirma Morin:
“cada parte está en el todo y el todo está en cada una de las partes”.
Un
cambio de visión hacia la complejidad tendría que partir de una nueva visión
que enfrente el reto de que la educación no se construye de manera aislada,
sino desde la articulación más o menos armónica de los diversos elementos en un
sistema complejo
gobierno-sociedad -sindicato
magisterial-profesores-padres de familia-estudiantes
que tienen que articularse y gestionarse de manera
dialógica para poder transformar esta “zona de conflicto” en un “complejo
espacio de sinergia” que contribuya a formar a los nuevos ciudadanos y a construir
un país como el que necesitamos en el mundo globalizado del siglo XXI.
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