*Artículo publicado en Perfiles educativos no. 80, 2009. IISUE-UNAM.
1.-El contexto: Incertidumbre y pluralidad.
El
contexto del cambio de época en que vive la humanidad en este inicio de milenio
justifica sin duda la creciente preocupación y trabajo en el campo de la
educación en valores, tanto en la investigación como en la búsqueda de
estrategias didácticas para la formación valoral. El contexto de
crisis-cambio-globalización del mundo
contemporáneo está marcado por una crisis en el terreno moral, que no se puede
soslayar o evadir y por ello es creciente la demanda social que exige a las
instituciones educativas y a los educadores ocuparse eficazmente de la
formación moral que promueva un cambio hacia el mejoramiento de la convivencia
social que requiere orientarse hacia la humanización individual y colectiva y
no solamente, como parece orientarse hoy en día, hacia la maximización de las
ganancias económicas.
Pero
este contexto de cambio acelerado del mundo global está marcado por dos
características que hacen que el reto de la educación en relación a los valores
sea doblemente complicado. Por una parte, se trata de un mundo marcado por la
pluralidad. Por otra parte, vivimos en un mundo caracterizado por la
incertidumbre.
En
efecto, la emergencia de la “aldea global” ha hecho que las sociedades sean
cada vez más plurales al crecer la movilidad de mercancías y productos, pero con
ello también el intercambio y la coexistencia de elementos culturales muy
diversos en todos los rincones del planeta. La velocidad con que viaja la
información y con que se desplazan también las personas por el territorio
global, ha significado la constatación creciente de que el mundo está
constituido por una enorme diversidad de costumbres, signficados, lenguajes,
modos de vivir y por supuesto, valores sobre los que se edifica la existencia
personal y social.
La
globalización de las mercancías ha significado también la globalización de la
comunicación de significados y valores con la consiguiente constatación de que,
a pesar de que somos miembros de una misma especie humana y compartimos
elementos fundamentales que nos identifican, un rasgo básico de lo humano es la
pluralidad, la multiplicidad de modos de ser humano y de maneras concretas de
entender y vivir la vida.
Por
otra parte, es cada vez más cierto en este mundo en cambio que como afirma
Morin: “El futuro se llama incertidumbre”. El contexto de
crisis-cambio-globalización y la emergencia y consolidación de la cultura
posmoderna, conlleva un derrumbe o debilitamiento de las certezas sobre las que
se edificaba el conocimiento científico, el mundo religioso, la cohesión social
y el comportamiento considerado como “moralmente bueno” o válido. El horizonte
actual es un horizonte de creciente incertidumbre y como afirmaba Valéry: “el
futuro ya no es como era antes”, pues no hay elementos que nos permitan
predecir en alguna medida el mañana.
La
incertidumbre del futuro llega incluso al nivel de la conciencia sobre el
riesgo de supervivencia de la especie humana en el planeta. La crisis global
que se manifiesta en la pobreza y exclusión de millones de personas, la
fragilidad de la democracia, la creciente fragmentación social, la problemática
ecológica marcada sobre todo por el “calentamiento global”, la crisis moral en
que viven nuestras sociedades y otras muchas dimensiones de la convivencia
cotidiana, hacen que sea incierta incluso la permanencia de la humanidad en la
tierra.
Es
por ello que Bauman (2007) habla de “Miedo líquido” para definir el estado en
que actualmente vive la humanidad en el mundo posmoderno o hipermoderno
(Lipovetsky, 2007)
Incertidumbre
y pluralidad podrían ser las dos palabras que definieran sintéticamente y con
mayor precisión, la situación actual de los valores en el mundo.
En este mundo de incertidumbre y
pluralidad resulta muy complicado establecer cuáles son los valores que
deberían orientar la formación de un estudiante o sobre qué valores debe
sustentarse la formación de un futuro ciudadano. Nos encontarmos hoy en una
encrucijada en la que la indiferenciación y la confusión hacen prácticamente
imposible un consenso para construir una moral aceptable por la mayoría de los
habitantes del planeta, o incluso, por la mayoría de los miembros de una
sociedad concreta.
¿Cuál puede ser entonces la
manera de aproximarse al asunto de los valores o de la moral en el mundo
actual? ¿Cómo entender y trabajar hoy la dimensión valoral en el sistema
educativo? ¿Cómo responder educativamente a los desafíos de esta sociedad
plural e incierta?
El presente trabajo intenta dar
respuesta a estas interrogantes desde la propuesta de una nueva aproximación a
la dimensión moral en la educación, sustentada en la distinción entre moral
como estructura y moral como contenido y en la convicción de que es necesario
construir, a partir de esta distinción, un cambio de la visión ética de la
educación y un cambio en la visión de la educación ética necesaria para
responder a la incertidumbre y la pluralidad del mundo contemporáneo.
2.-Moral como estructura y moral
como contenido: Una distinción indispensable.
“La
realidad moral es constitutivamente humana; no se trata de un ideal, sino de
una necesidad, de una forzosidad exigida por la propia naturaleza, por las
propias estructuras psicobiológicas…” dice Aranguren en su “Ética” (1985; p.
47). Pero en esa misma obra, el autor distingue siguiendo a Xabier Zubiri, la
“moral como estructura” de la “moral como contenido”.
La
moral como estructura corresponde a la naturaleza radical del comportamiento
humano que tiene que tener un “ajustamiento” a la realidad. Todo acto para ser
verdaderamente humano, tiene que ser “justificado”, “justo”, es decir, ajustado
a la realidad y respondiente a ella. La moral como estructura es común a todos
los seres humanos e independiente de las culturas o momentos históricos en que
se viva.
La
moral como contenido consiste en que el acto humano se ajuste, ya no a la
realidad sino a la norma ética. Esta norma ética puede ser variable de acuerdo
a las culturas o momentos históricos. Cada sociedad va construyendo, a partir
de su ser estructuralmente moral, distintos modos de entender la moral como
contenido, es decir, distintas normas éticas a las cuales se tendrán que
ajustar los actos humanos.
Desde
la perspectiva de la moral como estructura, el ser humano es constitutivamente
moral y no puede quedar al margen de lo moral. No puede haber entonces, seres
humanos o instituciones humanas que sean amorales, es decir, que estén más allá
del bien y el mal, o que no tengan que ver con el bien o el mal humanos.
Sin
embargo, desde la perspectiva de la moral como contenido, los actos humanos
pueden o no ser morales, dependiendo de su ajustamiento o no a las normas
morales establecidas en una sociedad determinada. En este sentido, una acto
puede ser moral si se ajusta a las normas morales establecidas, puede ser
inmoral si va en contra de ellas o puede ser incluso amoral, si no toma en
cuenta estas normas o se erige al margen de ellas, pero esto no lo hace amoral,
desde la perspectiva de la moral como estructura.
En
el ámbito de lo moral, “podemos vivir con las respuestas correctas pero las
preguntas equivocadas” afirma Melchin (1993). Para este autor, todas las normas
morales son respuestas que se dan a determinadas preguntas o problemas sobre el
vivir humanamente en el mundo. Estas respuestas van siendo transmitidas de
generación en generación, no así las preguntas que las originaron. Es por ello que
podemos vivir en lo moral aplicando estas respuestas aprendidas de manera más
om enos conciente, pero lo esencial es que en cada situación que enfrentemos en
la vida podamos generar las preguntas adecuadas para dar solución a los
conflictos morales en que vivimos. La moral como contenido correspondería en la
perspectiva de Melchin a las “respuestas correctas” y la moral como estructura
–esencial también en esta postura- a la capacidad de preguntar sobre lo moral.
En
un mundo marcado por la incertidumbre y la pluralidad, o sea, en un mundo en
que existe una confusión y una multiplicidad en la moral como contenido, es
prácticamente imposible establecer una propuesta de educación moral o de
investigación en valores desde esta perspectiva, es decir, en un mundo como el
actual, resulta poco pertinente fundar las propuestas de educación moral o de
investigación en el campo de los valores, desde la visión de la moral como
contenido, pues esta visión es ambigua, presenta múltiples facetas y discursos
y no tiene criterios comunes para ajustar la visión de los actos morales a
determinada norma ética.
De
esta manera, la tesis central de este trabajo consiste en el planteamiento de
que las propuestas de formación valoral y de investigación en la educación en
valores, si pretenden estar “a la altura de nuestros tiempos”, tienen que
fundamentarse en la moral como estructura, que es la moral común a todo ser
humano de cualquier cultura o sociedad, la realidad moral a la que ningún ser
humano o estructura humana puede escapar.
El
planteamiento que aquí se sostiene, afirma que es necesario dar un paso
fundamental en nuestra visión de la educación moral y de la investigación en
educación y valores: el paso que va de la educación en valores a la educación
de la libertad.
4.-Dos visiones para construir una propuesta desde la moral como
estructura.
De los autores contemporáneos que
pueden aportar elementos para la construcción de una educación moral basada en
la moral como estructura, es decir, de una educación de la libertad que
trascienda la visión dominante de educación en valores, existen dos que plantean elementos
fundamentales para esta construcción. Bernard Lonergan, filósofo canadiense
(1904-1984) y Edgar Morin, intelectual francés (1921- ) nos brindan algunos planteamientos que
pueden orientarnos adecuadamente en esta construcción.
Rescatamos de Morin tres ideas
centrales: la idea de que el sustento de la ética es un imperativo de
religación del ser humano, la idea de que en el ámbito moral el ser humano
enfrenta siempre conflictos entre diversos valores y la idea de que existen
cuatro deberes fundamentales que deben sustentar el comportamiento ético y que
son muchas veces fuente de estos conflictos morales.
La propuesta de educación de la
libertad, que trasciende la educación en valores tradicional debe sustentarse
en la visión de que la ética parte de un compromiso de religación del ser
humano individual consigo mismo, con los otros seres humanos en una comunidad,
con la sociedad en la que vive y con la especie humana ligada al destino del
universo. De esta manera, más que enseñar valores determinados, lo que la
educación moral debe hacer es promover el descubrimiento y la vivencia
comprometida de este espíritu de religación interna que lleve a los educandos a
buscar lo que los religue con los demás, con la naturaleza, con su comunidad y
sociedad, con la especie humana.
Esta propuesta trasciende
entonces claramente la visión de que la educación moral consiste en enseñar a
los estudiantes a optar siempre por los valores en contraposición a los
“antivalores”, por el bien en contraposición al mal. Porque en la realidad
humana concreta, la vida no presenta dilemas simples en los que haya que elegir
entre bien y mal o entre “valor y antivalor” sino situaciones complejas en las
que existen diversos valores que entran en conflicto y entre los cuales hay que
hacer una elección responsable.
Por otra parte, Morin plantea que
la ética se sustenta en cuatro deberes fundamentales: el deber egocéntrico –el
deber de todo sujeto humano consigo mismo, el deber que lo impulsa a buscar lo
que lo haga “permanecer en la vida”-, el deber genocéntrico –el deber de todo
ser humano hacia sus antepasados, que se refleja en su propio código genético:
el deber con la propia herencia-, el deber sociocéntrico –el deber que tiene
toda persona respecto a la sociedad en la que vive, el deber de contribuir a la
humanización de la sociedad a la que se pertenece- y finalmente, el deber antropocéntrico –el
deber que tiene todo ser humano hacia la especie humana, el deber que surge de
la pertenencia a la especie-. Estos cuatro deberes están articulados, se
influyen y causan mutuamente y en muchas ocasiones no coinciden y entran en
conflicto, o hacen entrar en conflicto al sujeto humano que tiene que elegir.
De este modo, una educación de la libertad
debe formar a los estudiantes, más que en ciertos valores socialmente definidos
–moral como contenido- en la reflexión permanente acerca del comportamiento
individual que necesita responder a estos cuatro deberes y buscar todo aquello
que haga posible simultáneamente y de la manera más armónica posible, el mantenimiento y desarrollo de la propia
vida, el cultivo y preservación de la propia herencia de los antepasados, el
mantenimiento y desarrollo humanizante de la sociedad en la que se vive y el
mantenimiento y desarrollo de la especie humana en el planeta.
Del cumplimiento de estos cuatro
deberes se desprenderá la construcción progresiva de una antropoética, una
socioética y una ética del género humano, una ética planetaria sustentada en la
moral como estructura y no en valores generados por la moral como contenido. En
la medida en que la educación moral se conciba como educación de la libertad
más que como enseñanza de valores o clarificación valoral, es decir, en la
medida en que trabaje desde la moral como estructura más que desde la moral
como contenido, estará contribuyendo a
la construcción de esta ética planetaria o del género humano.
En este sentido, la educación de
la libertad debe partir de la incertidumbre y la complejidad de la vida humana
y capacitar a los educandos para poder afrontar con responsabilidad y
creatividad el reto de vivir en la dialógica “riesgo-precaución” que conforma
el reto de intentar vivir una “buena vida humana”, es decir, una vida
éticamente válida.
Por
su parte Lonergan plantea una muy sugerente y detallada explicación de la
estructura de la dimensión moral humana, de la estructura de la toma de
decisiones humanas. Esta estructura está centrada en el acto de comprensión
existencial o deliberativa, es decir, en la aprehensión de lo que es
humanamente bueno o humanamente constructivo en cada circunstancia que se
presenta en la vida de un ser humano o de una sociedad.
El
dinamismo de la estructura moral humana, dice Lonergan, parte de la experiencia sensible, de la
captación de datos suficientes y relevantes del exterior y de la propia
consciencia del sujeto, continúa en la adecuada idea que se forma a partir de la relación entre los distintos
datos que conforman la realidad que se está viviendo, se hace más crítica al
cuestionar, reflexionar, buscar pruebas y evidencias de la realidad de esa idea
formada a partir de los datos y se realiza existencialmente al hacerse
preguntas para la deliberación (¿es bueno o malo? ¿Construye o destruye? ¿es
justo o injusto? ¿es pertinente hacerlo o no?), al deliberar, valorar, abrirse
a la aprehensión de valor y llegar a establecer juicios de valor y decisiones
que se sustenten en argumentos sólidos, se conviertan en estrategias o planes
de acción y de concreten en operación eficiente y transformadora.
En
todo este proceso, el acto central es el acto de comprensión existencial o
deliberativo (insight deliberativo) que constituye el momento de iluminación
que vive la consciencia de todo ser humano al aprehender el valor. Este acto de
comprensión existencial, afirma Vertin (1995) es un “acto de cognición
afectiva”, es decir, opera predominantemente en la dimensión afectiva de la
persona y no en el nivel cognitivo, aunque para realizarse requiere de una o
varias intelecciones y de uno o varios actos de juzgar que son ambos, actos
esencialmente cognitivos.
Es
importante destacar que en esta perspectiva existe una nueva noción de valor,
ententido como noción trascendental. “Valor es lo que se tiende a alcanzar en
las preguntas para la deliberación que nos planteamos”, afirma Lonergan (1988;
p. ), es decir, el valor es un
“desconocido conocido”, es una permanente meta de la búsqueda humana de una
“vida buena”. Esta nueva perspectiva de lo que es el valor, es mucho más
heurística y dinámica que las definiciones tradicionales e implica concebir la
vida moral como una búsqueda permanente en la que el sujeto humano tiene que
ajustar sus decisiones y acciones a las exigencias de autenticidad de su propio
dinamismo humano (moral como estructura) más que a las normas establecidas por
la sociedad en la que vive (moral como contenido).
Este continuo ajuste a las normas inmanentes en la
propia consciencia es el esfuerzo por lograr la autenticidad humana en cada valoración
y decisión que se realizan. Ser atento a los datos, ser inteligente al procesar
la información, ser razonable al afirmar la realidad de las cosas y ser
responsable al valorar y decidir, son las normas básicas, los preceptos que
llevan hacia esta autenticidad y hacen que una valoración o decisión moral sea
objetiva.
La
búsqueda de autenticidad lleva al sujeto humano a un camino de crecimiento
progresivo en la autonomía, a una permanente construcción de su “libertad
efectiva”, es decir, de su capacidad de autodeterminación en medio de los
condicionamientos propios de toda vida humana (personales, sociales,
culturales, históricos, etc.).
La
libertad es entonces también un dinamismo, algo que se construye o se destruye,
se amplía o se reduce, se conquista o se desdeña en cada contexto y con cada
elección existencial concreta. En este sentido, la libertad es educable, es
decir, puede ser formada para crecer en profundidad y autenticidad, para pasar
de un proceso meramente empírico espontáneo, a un proceso atento, inteligente,
razonable y responsable.
4.-Educación de la libertad.
Desde
estos planteamientos, podemos derivar la propuesta de educación de la libertad,
entendiéndola como un desarrollo progresivo de la estructura moral de todo ser
humano para llevar la toma de decisiones, desde un proceso simplificado,
orientado por lo que nos agrada o desagrada, hacia un proceso complejo en el
que la elección humana auténtica es una elección que se realiza después de todo
un conjunto complejo de operaciones “interrelacionadas y recurrentes que
producen resultados acumulativos y progresivos” (Lonergan, 1988), que parte de
las sensaciones de agrado o desagrado pero que pasa por la inteligencia que
comprende, la reflexión que cuestiona críticamente y verifica con pruebas o
evidencias, hasta llegar a la deliberación. Todo este proceso complejo debe
regirse por las exigencias de autenticidad humana, implícitas en estos niveles
de decisiones y que son: atención, inteligencia, razonabilidad y
responsabilidad.
La
educación moral sustentada en la moral como estructura responde al contexto de
pluralidad e incertidumbre pues no enseña o presenta valores sino que forma o
capacita para moverse humanamente en la incertidumbre a partir de la “brújula”
que constituye la estructura dinámica de la consciencia humana con sus
exigencias de autenticidad permanentes, no forma en valores sino que educa la
libertad, humaniza la libertad al volverla más atenta, inteligente, razonable y
responsable, construyendo autodeterminación, es decir, libertad efectiva de los
seres humanos y de su sociedad.
Algunos
elementos centrales de la educación de la libertad son:
-Transversalidad:
No es una propuesta que tenga que trabajarse en asignaturas especiales y
específicas de contenido moral, es una propuesta transversal porque se puede y
debe trabajar en todas las asignaturas del currículo. Todas las asignaturas
pueden encaminarse a educar la libertad desde la forma distinta en que se
manejen sus propios contenidos.
-Integralidad:
Es una propuesta que se fundamenta en una concepción integral del ser humano y
que concibe lo moral como un proceso complejo en el que intervienen todas las
dimensiones humanas.
-Afectividad:
Al ser la aprehensión de valor un acto de cognición afectiva, la educación de
la libertad requiere de una permanente y progresiva educación emocional, para
que, como dice Goleman (1997): “las emociones se vayan volviendo inteligentes”.
-Centralidad
de las preguntas: La educación moral dominante enseña respuestas humanas desde
la moral como contenido, la educación de la libertad debe plantearse la meta de
educar para que los estudiantes sean capaces de irse haciendo cada vez mejores
preguntas para la deliberación, pues si no se hace así, podríamos vivir, como ya
se afirmó que dice Melchin (1993): en una moral que se basa en “las respuestas
correctas pero las preguntas equivocadas”.
-Responsabilidad:
La exigencia de autenticidad del nivel moral es la responsabilidad. La
educación de la libertad debe ir formando en la responsabilidad que trasciende
la responsividad. Esta responsabilidad debe entenderse, como a menudo se hace,
como la “capacidad para responder por las consecuencias de lo que se hace”, es
decir, en una dimensión “a posteriori” de la acción. Pero también debe
comprenderse en su dimensión “a priori” como la capacidad y el hábito de
preguntarse antes de actuar: “Esto que quiero hacer: ¿Es humanamente
respondible?, es decir, si respondiera por sus consecuencias ¿Esto me haría más
humano? ¿Ampliaría mi capacidad de autodeterminación o la restringiría?
-Complejidad:
La educación de la libertad debe educar no solamente para la adecuada elección
de “bienes particulares” (Lonergan, 1988) –con la elección adecuada y
equilibrada de elementos que satisfagan las distintas necesidades de vida
humana de cada persona-, sino para el compromiso de construcción del “bien de
orden”, de la organización social –reflejada en instituciones, normas,
políticas, etc.- que debe garantizar la recurrencia constante de los bienes
particulares necesarios para todos los ciudadanos y también para la reflexión
constante sobre lo que es verdaderamente bueno para todos (nivel del valor),
para estar en una vigilancia constante que evite la “aberración de la cultura”,
es decir, la construcción de modos de valorar que priorizan elementos
deshumanizantes y los ponen como elementos esenciales para la “buena vida
humana”.
-Historicidad:
La educación de la libertad debe partir de la convicción de que, como afirma
Lonergan (1988): “El bien humano es una historia”, una historia que se está
construyendo a partir del conjunto de las decisiones humanas más o menos
auténticas, más o menos responsables, más o menos informadas e instruidas por
la inteligencia. Desde esta perspectiva, los valores no pueden ser vistos como
estáticos, fijos, predefinidos y por tanto, la ética que se promueve en las
escuelas debe dejar de ser una “ética de la ley” –un conjunto de “debes hacer
esto, no debes hacer aquello”- para volverse una ética de la realización humana
personal y colectiva.
-Realismo:
Finalmente, la educación de la libertad debe sustentarse no en la utopía de
construcción de un mundo ideal e inalcanzable sino en la idea realista de que
cada ser humano puede aportar algún elemento pequeño pero pertinente para el
mejoramiento y la humanización gradual del mundo, desde la idea de Morin (2000;
p. 89) que dice que: “La renuncia a la construcción del mejor de los mundos, no
implica de ninguna manera la renuncia a la construcción de un mundo mejor”.
5.-Hacia
el cambio de la ética en la educación y de la educación ética.
“Desearía hablar acerca del bien. Lo que pretendo es
proporcionar
una base para sus discusiones sobre el fin,
el objetivo,
la meta de la educación. ¿Por qué se
educa
a la gente?
Presumiblemente es por algún bien. Pero
¿Qué queremos
decir con la palabra “bien”?
Esta es la pregunta que nos va a ocupar…”
(Lonergan, 1998; p. 59)
La
ética y la educación están vinculadas de manera irrenunciable puesto que la
ética es la que traza el horizonte de finalidades hacia el cual debe tender
todo proceso formativo. Si el conocimiento responde a la pregunta por el qué de
la educación, la ética responde por la cuestión del para qué de todo el proceso
educativo puesto que se educa presumiblemente para algún bien, para
proporcionar un bien al educando, para aportar un bien a la sociedad, para
aportar un bien a la cultura y renovarla con nuevas visiones del bien.
Se
educa definitivamente por algún un bien, pero el problema actual es que no
tenemos una respuesta adecuada, clara y sobre todo compartida a la pregunta:
¿Qué queremos decir con la palabra “bien”? y al no existir esta respuesta, aún
sin darse cuenta, el sistema educativo entra en crisis porque se queda sin una
orientación socialmente aceptada que marque el rumbo, que trace el horizonte de
sus finalidades, que ayude a visualizar modos concretos de contestar a la
pregunta: ¿para qué se educa?
Si la ética se ocupa de la “buena vida humana”
y se debería educar para la orientación personal y grupal hacia esa vida que
implique más que sobrevivir, los resultados de la educación existente parecen
no ser muy satisfactorios. Si la ética tiene que sustentarse en el espíritu de
religación humana (Morin, 2005) –con uno mismo, con los demás, con la sociedad,
con el cosmos-, la educación actual parece estar más bien sirviendo para
separar, para aislar, para provocar dispersión –al interior de cada ser humano,
entre los seres humanos, entre las sociedades, entre la humanidad y el cosmos-,
por lo que el reclamo de Morin adquiere una urgencia especial en estos tiempos
de crisis-cambio-globalización que parecen ahondar cada día la brecha que
separa a los humanos de los humanos, que abre un abismo cada vez mayor entre
los humanos y lo humano.
La
construcción progresiva de una educación de la libertad contribuirá a una
renovación de la visión ética que generará una nueva educación, que a su vez,
generará una visión ética renovada. Esta construcción progresiva abarca dos
ejes de fundamentales: el primer eje de reflexión consiste en la necesidad de
repensar el papel de la ética en la educación; el segundo eje lo constituye la
urgencia de trans-formar la educación ética en nuestro sistema educativo. La
educación de la libertad contribuirá a la construcción de este doble cambio
pero será al mismo tiempo, resultado del mismo.
Repensar la ética en la
educación.
Si
toda educación es generada por una visión ética habría que empezar por
preguntarnos cuál ha sido y está siendo el papel de la ética en el campo de la
educación y qué visión ética es la que predomina dentro de los sistemas
educativos actuales.
En
este sentido podríamos decir sintéticamente que por una parte, el papel de la
ética es hoy un papel muy secundario en la educación y que la visión
predominante es la de una ética simplificadora, sustentada en certezas y
dogmáticamente transmitida, en suma, una “ética de la ley”.
Esta
visión ética no es operante para nuestros tiempos en los que como bien dice
Patocka, “el porvenir está problematizado y lo estará para siempre”. No existe
un horizonte de certezas para la vida humana personal o social, no hay ya
normas morales rígidas que todos acepten y que si se siguen ciegamente puedan
garantizar, si no una “buena vida humana”, al menos una vida más o menos
estable y exenta de grandes crisis. El futuro está problematizado y la
educación tendría que responder a esta problematización del mundo mediante una
nueva visión ética que sea pertinente para los seres humanos de hoy y de
mañana.
Esta
nueva visión ética debe fundarse en la idea de Axelos de concebir a la ética
como una continua problemática, como una “creadora de problemas que nos obligan
a pensar” (En Morin, 2005; p. 19). Sin embargo esto no es así en la ética que
está presente en nuestros sistemas educativos. La ética que tenemos es una
ética de respuestas, una ética de certezas, una ética de normas. La ética con
la que contamos es la ética de los listados de “debes hacer esto” y “no debes
hacer aquello” con la que los profesores, sin entender muchas veces los por
qués, vamos tratando de adiestrar a nuestros
estudiantes.
-Nuestra
ética actual es simplificadora porque ve todo en términos de blanco y negro, de
bueno y malo, en una visión maniqueísta que no corresponde a la complejidad de
los problemas éticos actuales.
-Nuestra
ética en la educación es reductora porque se basa en la lógica clásica y enseña
que “hay que elegir siempre lo bueno –“los valores”- y rechazar o excluir lo
malo –“los antivalores”-, cuando en la realidad lo que se nos presenta son
conflictos entre valores distintos que hay que saber discernir y para ello, la
lógica clásica resulta obsoleta.
-Nuestra
ética en el campo educativo es rígida e inflexible. Habla de “valores
universales, inmutables” aplicables a todo ser humano de cualquier cultura o
tiempo histórico, aplicables sin matices y sin ninguna consideración
contextual.
-Nuestra
ética es una “ética de la rectitud” (Peter, 2000). Nos enseña que debemos
siempre y bajo cualquier circunstancia actuar de determinada manera, siguiendo
las reglas, las normas morales que nos han enseñado, aplicando los principios
aún por encima de lo humano, sin perdonar el error, la ceguera o la desviación
que son totalmente humanas.
-Nuestra
ética es excluyente y cerrada –hasta chauvinista-, nos enseña que los valores
verdaderos son los nuestros, los de nuestra cultura, los de nuestra nación, los
de nuestra raza, los de nuestro hemisferio, los de nuestra religión y que todos
los demás están equivocados.
-Nuestra
ética vigente en la educación es además una ética abstracta, puesto que se sustenta en “principios éticos
universales” que se convierten en imperativos categóricos, en exigencias
universales abstractas puesto que no tienen relación ni cambian con el
contexto.
-Nuestra
ética es ahistórica, puesto que sostiene que lo moral no cambia con las épocas,
“que el ser humano siempre es el mismo”, que los valores siguen siendo los
mismos “aunque algunas civilizaciones del pasado no los hayan descubierto”.
-Nuestra
ética es una ética racionalista, puesto que nos enseña que hay que vivir
conforme a lo que racionalmente se considera valioso, evitando al máximo
dejarnos llevar por lo que sentimos, puesto que lo que sentimos “normalmente
tenderá al mal”.
-Nuestra
ética es una ética de contenidos, una ética que se enseña como se enseñan las
matemáticas o la historia. Una ética que se sustenta en que tenemos que
aprender ciertos valores y aplicarlos después, sin mucha claridad de las
razones, ni mucho menos de aquellas preguntas (Melchin, 1993) que los
originaron. La escuela nos enseña a vivir “con las respuestas correctas” no
importa si nuestras preguntas están equivocadas.
Repensar la educación ética.
Así como hay que repensar la
ética en la educación, hay también que repensar la educación ética. Esta
segunda trans-formación tiene que ser un producto de la primera, puesto que si
no cambia la visión y el papel de la ética en la educación, será imposible el
cambio de la educación ética, puesto que cualquier modificación en este rubro
seguirá siendo producto de la visión tradicional simplificadora. De manera que
la promoción de la trans-formación del papel, la perspectiva y el horizonte de
la ética en la educación, tendrán que surgir propuestas de trans-formación
profunda de la educación ética que contribuyan a hacer realidad la idea de una
educación de la libertad que supere la “educación en valores” imperante.
El
primer reto sin duda es pensar y operar estrategias que puedan volver a
contagiar a los estudiantes de una “alta moral”, de un “alto deseo de vivir”
que es el ingrediente sustancial para la búsqueda ética. Volver a convencer no
solamente a nivel intelectual sino existencialmente a los estudiantes de que el
ser humano es “de la materia de la que están hechos los sueños”(Shakespeare) y
que aunque de esta materia han surgido pesadillas que nos tienen como especie
al borde de la extinción y sumidos en la desesperanza, también de ella han
surgido grandes sueños y grandes soñadores que han construido elementos que
enaltencen a la especie humana y que la realidad no actual no es solamente la
del peligro de autodestrucción sino también la de la oportunidad de salir
juntos de la edad de hierro, del ciclo amplio de decadencia en el que nos
encontramos. Esta no es una tarea fácil, sobre todo si no ocurre el cambio que
puede romper el círculo vicioso de desmoralización social-desmoralización de
los educadores-educación desmoralizante. Pero si logramos cambiar la visión de
la ética en la educación y podemos volver a poner el asunto ético como un eje
del que se desprendan las finalidades educativas, esta tarea puede empezar a
hacerse probable.
Para
ello, es necesaria una conversión moral en los educadores, para que vuelvan a
cobrar consciencia de que son hombres, “simplemente hombres” y que están
insertos en esta aventura, que es un compromiso irrenunciable asumirla y que
son corresponsables del destino humano, invitados a la construcción de la
reforma del pensamiento, de la reforma del espíritu, de la reforma de la vida
que hoy requiere la humanidad en este planeta.
A partir de esta alta moral de
educadores y educandos se podría iniciar el cambio en la educación ética para
este cambio de época. Una meta básica sería generar estrategias para brindar a
los estudiantes herramientas para “el combate vital para la lucidez”,
herramientas de autoanálisis, de capacidad autocrítica, de revisión continua de
lo que piensan y sienten a la luz de lo que otros piensan y sienten, de
consciencia introspectiva sobre el modo en que toman sus decisiones y hacen sus
valoraciones, de trabajo interior para generar comprensión y compasión hacia
sus propios errores morales y hacia los de los demás, de desarrollo de la
capacidad de perdón, es decir, una educación de su libertad efectiva para
hacerla una libertad cada vez más atenta, inteligente, crítica y responsable..
La trans-formación de la educación
ética pasa por generar ambientes, presencias y encuentros humanizantes en todas
las oportunidades posibles dentro del proceso educativo. Esta combinación de
ambientes, presencias –básicamente de educadores significativos- y encuentros
–con lo mejor de la herencia de la humanidad- sustentados en el amor humano
auténtico, irá forjando en los educandos una sana “cultura psíquica”, que como
afirma Morin (2005) es indispensable para la generación de una autoética que
abra al sujeto hacia la socioética y la antropoética necesarias para enfrentar
con ánimo humanizante la incertidumbre de los tiempos de crisis de fundamentos
éticos en que hoy se vive.
La educación ética requerida es
precisamente la que supera el individualismo aislante que es característico de
la sociedad del mercado y el consumo globalizado actual, para forjar una sana
individualidad vinculante, abierta a los demás, que conjugue adecuadamente el
deber egocéntrico con el deber genocéntrico, el deber sociocéntrico y el deber
antropocéntrico generando un proyecto de vida autónomo pero plenamente inserto
en la realidad del mundo y en el devenir de la humanidad como aventura común.
De esta manera, la autoética de
la sana cultura psíquica y la buena educación emocional, sumada a la socioética
de una formación cívica dinámica y abierta, se complementará con una
antropoética que genere una conciencia clara de Tierra-Patria, de ciudadanía
terrestre, de compromiso con el destino de la humanidad toda.
¿Qué
tan probable es lograr esta trans-formación del mundo a partir de la
trans-formación de la educación ética? Esta es una pregunta muy importante y
que requiere una respuesta de educador. Si la educación es la profesión de la
esperanza como dice Gorostiaga, si para poder educar se requiere creer en las
posibilidades y en el potencial humanizante del ser humano como dicen muchos
otros autores de diversas formas, la respuesta de educador tiene que ser
positiva. Una respuesta positiva pero no ingenua, una respuesta críticamente
positiva es la que requieren los tiempos por parte de los educadores. No se
trata de responder con visiones voluntaristas o emociones pasajeras que se
sustentan en el falso “querer es poder”. La libertad humana no es
indeterminación sino autodeterminación o autonomía dependiente, es decir, todo
proyecto humano de liberación, y la educación es el proyecto humano de
liberación por excelencia, tiene que tener plena conciencia de los límites y
restricciones que le impone el entorno y los que provienen del mismo espíritu
humano.
Hoy
resulta claro que no es cuestión de aspirar “al mejor de los mundos” pero resulta también claro ante la
desesperanza y la desmoralización generalizada que se tiene que seguir
apostando desde la educación por lograr un mundo mejor, un mundo cada día mejor.
Esta es la respuesta que requieren los tiempos desde la educación, la respuesta
que dice que si bien no vamos a lograr el mejor de los mundos posibles, es
posible lograr un mundo mejor. Como afirma Morin: “la misión parece imposible,
pero la dimisión resulta igualmente imposible”. Los educadores como
profesionales de la esperanza no podemos renunciar a esta utopía-crítica, a
este optimismo-realista.
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