“El hecho inevitable es que
estamos continuamente
haciendo juicios de valor, o sea,
conociendo valores
y viviendo nuestras vidas sobre las bases de
estos
valores. Distinguimos entre buenas y malas
escuelas,
buenas y malas políticas, políticos honestos y
deshonestos,
buenas y malas acciones. Funcionamos en
sociedad
con base en estos valores…”[1]
(Cronin, 2006; p. 5)
Desde hace algunas
semanas varios analistas de la realidad nacional han dedicado sus columnas
periodísticas al tema de la crisis moral que subyace a la situación de
violencia que está apoderándose de gran parte de nuestro país.
El tema es polémico
puesto que el hablar de moral parece para algunos –con visión científica
positivista- cuestión de simple “literatura” y para otros –con perspectiva
sociológica de izquierda- puede convertirse en una manera de justificar el
estado de cosas y relevar de su responsabilidad a las autoridades encargadas de
proporcionarnos seguridad.
Sin embargo considero
necesario que los ciudadanos y los actores de la educación reflexionemos sobre
esta dimensión de la realidad en que vivimos, porque me parece que es la raíz
más profunda y difícil de revertir de esta espiral de muerte que azota al país
de manera creciente.
Porque como afirma la
cita que aparece al inicio de este artículo, es un hecho inevitable que los
seres humanos hacemos juicios de valor y esto implica que conocemos ciertos
valores y vivimos conforme a ellos nuestra existencia individual y social.
“…Distinguimos entre
entre buenas y malas acciones…” menciona la cita y el problema en que estamos
involucrados los mexicanos de esta segunda década del siglo XXI tiene que ver
con que nuestra sociedad parece estar perdiendo la capacidad de distinguir
estas cuestiones que son fundamentales para vivir una vida y construir una
sociedad que puedan calificarse como humanas.
En efecto, si bien
resulta innegable que en la situación actual, la violencia y el crimen tienen
que ver con acciones particulares de individuos que podríamos considerar como “malas
personas”, es evidente que no puede
explicarse únicamente desde esta perspectiva particular o estadística.
También es cierto que
la situación actual que vive México tiene que ver con una severa crisis
institucional que ha deformado las dinámicas de interacción social, las
estructuras policíacas, el sistema de justicia, la forma de legislar y aplicar
las leyes, las políticas públicas y su forma de operar y todo el sistema social
en el que predominan la impunidad, la corrupción y los intereses particulares y
de grupo o partido por encima del bienestar de la sociedad.
Esta crisis
institucional es una explicación más amplia y pertinente pero no agota los
elementos o niveles de análisis para comprender en toda su complejidad la
situación que estamos viviendo.
Es necesario también
caer en la cuenta de que como afirma el intelectual francés Edgar Morin entre
muchos otros autores, estamos viviendo además de una crisis institucional una profunda
crisis moral que exige una reforma ética de largo aliento.
Esto no significa que
como dicen algunos, “se hayan perdido los valores”, porque los valores no están
en la realidad externa, no son algo que podamos perder y “recuperar” o
“rescatar” del pasado o de algún lugar misterioso en el que están depositados.
Los valores se construyen en las interacciones que realizamos con el mundo
natural, con los objetos construidos, con los demás seres humanos, con la
sociedad toda y con la especie humana a partir de los juicios de valor que
hacemos.
Hay muchos signos de
que estas interacciones se han distorsionado y de que nuestra sociedad ha
perdido la capacidad de distinguir entre “buenas y malas acciones…” pues incluso empieza a percibir como “natural”
o lógica la resolución violenta –verbal o física- de los conflictos y
diferencias.
El sistema educativo
tendría que asumir su responsabilidad en esta crisis moral y empezar a
establecer políticas que comiencen a crear una nueva conciencia moral en los
estudiantes. Una conciencia capaz de distinguir entre “lo humano y lo inhumano”
en nuestro contexto de cambio de época, una conciencia capacitada para hacer
buenos juicios de valor que resuelvan las diferencias a través del diálogo y el
respecto activo. Una conciencia capaz de conmoverse con el sufrimiento que
genera la violencia y de manifestarse pacíficamente a favor de la paz.
Solamente así podremos
reformar las instituciones y lograr que la crisis estructural que reproduce la
violencia pueda ser revertida.
[1] Traducción libre de un fragmento del libro: Value Ethics de Brian
Cronin (página 5).
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