Si
bien es cierto que la responsabilidad de la pésima calidad de nuestra educación
no es exclusiva de los profesores, resulta indudable que el camino para lograr
una mejor educación que contribuya a construir una mejor sociedad pasa inevitablemente
por una política de profesionalización docente.
Porque
a pesar de tener ya el nivel de licenciatura, la carrera docente no está
todavía socialmente reconocida al mismo nivel que otras carreras como el Derecho,
la Medicina o la Ingeniería. Prevalece aún la visión de que se trata de algo
que se estudia cuando no se tiene acceso a una universidad por razones
económicas o culturales, como una actividad de orden menor en cuanto a estatus,
aun cuando los discursos políticos hablen de la “gran relevancia” de los
profesores para la construcción del país.
Se
habla a menudo de la profesión docente como un “apostolado” pero esto implica
muchas veces una valoración menor a la de otras profesiones, pues supone una
especie de altruismo y generosidad que no se atribuye en general a las
profesiones, a las que se les mira como actividades de alta competitividad y
calidad orientadas a obtener ingresos económicos por parte de quienes las
ejercen.
Augusto
Hortal (2002;p. 51)[1]
dice que las profesiones son: “Aquellas
actividades ocupacionales: a) en las que de forma institucionalizada se presta
un servicio específico a la sociedad, b) por parte de un conjunto de personas
(los profesionales) que se dedican a ella de forma estable, obteniendo de ellas
su medio de vida, c) formando con los otros profesionales (colegas) un
colectivo que obtiene o trata de obtener el control monopolístico sobre el
ejercicio de la profesión y d) acceden a
ella tras un largo proceso de capacitación teórica y práctica, de la cual depende
la acreditación o licencia para ejercer dicha profesión”
A
la luz de esta definición, la docencia no es aún una profesión plena, puesto
que cumple con los dos primeros requisitos pero no cumple plenamente con los
dos últimos. Respecto al tercero de ellos, es evidente que existe un colectivo
–el SNTE- que en los hechos tiene solamente el control monopolístico del ejercicio
en la educación preescolar y primaria, pero se trata de un control que se
ejerce más sobre los maestros que desde los maestros como colectivo
democrático.
En
lo relativo a la última condición, los docentes del país no acceden al
ejercicio profesional “después de un largo proceso de capacitación teórica y
práctica, de la cual depende la acreditación o licencia para ejercer dicha profesión”,
puesto que los docentes de educación básica requieren de este largo proceso
formativo –cuya calidad es muy cuestionable- pero para ejercer como docente en
los demás niveles, a partir de la secundaria, basta con tener una licenciatura
en cualquier área disciplinar.
Lo
anterior no quiere decir que aquí se proponga extender el monopolio de la
formación normalista hacia los demás niveles educativos puesto que muchos de
esos licenciados en otras áreas del saber son mejores docentes que los formados
específicamente para la enseñanza. Lo que se requiere es un replanteamiento
profundo de ese “largo proceso formativo” para que la acreditación o licencia
para ejercer la profesión del magisterio sea realmente de nivel profesional
universitario y garantice que quien obtiene esa licencia está verdaderamente
capacitado para hacerlo de manera seria, sólida, sistemática y eficiente.
Además
de este proceso urgente de reestructuración que le otorgue a la docencia el
verdadero estatus de profesión, equivalente al de cualquier otro campo y con
las condiciones de colegialidad, evaluación y acreditación que en otras
profesiones se tienen, el caso de la docencia requiere de vocación.
Hansen
menciona que: “Vocación es un trabajo o
actividad que tiene un valor social y provee al sujeto que la realiza un sólido
significado personal”[2], es decir, una actividad
profesional en la que el sujeto profesional realiza un verdadero y eficaz
aporte a la sociedad y descubre cotidianamente en ese ejercicio, elementos para
su realización personal.
Lo anterior implica
como base la profesionalidad. Tener vocación para la docencia no es un asunto
de buena voluntad y “apostolado” exento por ello de las exigencias de calidad y
acreditación que se piden a cualquier otro profesional. Por el contrario, la
vocación docente exige como base una profesionalidad y es un elemento adicional
que enriquece esta profesionalidad, pero no la sustituye.
En el momento en que
la sociedad y los mismos docentes dejemos de ver la vocación docente como un
sustituto de la profesionalidad y asumamos que esta vocación tiene como
condición de posibilidad la alta calidad profesional, podremos aspirar a
mejorar el estatus de la docencia. El primer paso sin embargo, es que sociedad
y profesores dejemos de asumir que la docencia es una chamba”, una forma de
ganarse la vida a la que puede accederse comprando o rentando una plaza o
reprobando un examen de oposición.
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