*Texto leído en la Eucaristía de acción de gracias por mis 30 años de matrimonio, el día 13 de agosto de 2016.
“En
estos veintitantos años hemos luchado por cambiar al mundo y lo único que hemos
logrado es que el mundo no nos cambie a nosotros”.
Ana
Belén y Víctor Manuel
Esa
frase la hubiera suscrito hace unas décadas, cuando aún estaba marcado por el
idealismo de la juventud en el que se piensa que la congruencia personal
significa inamovilidad respecto de ciertas ideas, posturas, pasiones e incluso
ideologías. No he logrado cambiar al mundo pero estoy orgulloso de que el mundo
no me haya cambiado…soy el mismo que hace veinte o treinta años, diría si
siguiera pensando así. Y tengo conocidos y amigos queridos que me dan esa
impresión, que se quedaron anclados en sus ideas juveniles y siguen pensando
que eso es lo correcto aunque tengan poco que ver ya con la realidad actual:
Peor para la realidad, dirán.
Pero yo creo que en estos treinta
años hay un fenómeno paradójico e interesante por el que debo dar gracias. Se
trata de un proceso, una aventura, un camino en el que ciertamente he ido
luchando con todo lo que tengo y desde mi trinchera por cambiar este mundo
injusto, excluyente, opresor, materialista y violento en el que vivimos, pero
aunque no he logrado cambiar ese mundo y a veces veo que las cosas se ponen
peor, tampoco puedo decir que el mundo no me haya cambiado, porque creo que
afortunadamente he ido tratando de estar lo más abierto posible a leer los
procesos de transformación de la realidad y a tratar de cambiar y seguir
vigente y a tono con las nuevas realidades que van surgiendo.
Esto no quiere decir que aplique la
frase de Groucho Marx: “Estos son mis principios y si no les gustan, tengo
otros”. Explorando en mi interior no veo –ojalá sea así- que en estos años
hayan cambiado mis convicciones profundas, mis principios fundamentales o mi fe
y mi esperanza. Lo que se ha ido transformando por una parte es el mundo en el
que estas convicciones tienen que ser vividas y por eso mismo, se ha ido renovando
o tratando de renovar la persona que soy, que voy siendo y por tanto, la forma
en que esos principios son interpretados por mí, vividos y aplicados,
comunicados a los demás.
Cuando nos casamos el mundo era
otro: no había todavía computadoras personales, al menos accesibles a casi todo
el mundo y por ello nuestras invitaciones y las hojitas de la misa fueron
hechas a máquina como nuestra tesis de licenciatura, no había por supuesto
internet, ¡Ni Facebook para compartir las fotos y los sentires de estos
momentos tan significativos! Vivíamos en un mundo menos interconectado, más
firme en muchas cosas –para bien y para mal, porque la solidez del mundo hace
que seamos más duros, rígidos, inflexibles e incluso intolerantes con los
diferentes- y más cierto que el de hoy que está marcado por la constante
incertidumbre respecto del futuro.
En estos treinta años el mundo ha
cambiado mucho y yo, nosotros, hemos cambiado también mucho. Somos otros en
muchas cosas, pero también somos los mismos chavos idealistas y rebeldes
–aunque con otras formas de expresión de la rebeldía- que quisieron romper
paradigmas sobre lo que era una “pedida de mano” o una boda, para sorpresa,
desconcierto y no sé si un poco de decepción de nuestros papás.
En estos treinta años de ser una
pareja corriente que ha compartido como dice Benedetti, “una vida en común y en
extraordinario”, hemos luchado por cambiar el mundo tratando de dejarnos
cambiar por el mundo y también, por la gracia de Dios, dejándonos cambiar uno
al otro y dejándonos cambiar por Mariana, Pau y Daniels, los tres mayores
regalos con los que Dios ha bendecido nuestra vida en común y se muestra a
nosotros diariamente hasta hoy que celebramos nuestras bodas de perlas.
En la homilía de la misa de nuestra
boda, Juan Ignacio –cuántas cosas han cambiado, él mismo ya no es sacerdote
desde hace un buen tiempo y hoy es esposo y papá- nos dijo que el matrimonio
nos entregaba el compromiso y el regalo de ser espejo de Cristo el uno para el
otro. Y Cristo es mensaje que permanece, pero es mensaje siempre nuevo, es la
síntesis de esto que he querido decir respecto a la continuidad y el cambio en
toda vida humana.
Hoy quiero dar gracias a Dios por
los treinta años de felicidad –entendida como una forma de enfrentar la vida
con sus altas y bajas-, por todos nuestros amigos bautizados como “escudo de amor”
por Gaby en los momentos de dolor que la vida nos puso en el camino y en los
que Dios se mostró cercano y compasivo a pesar de nuestras crisis y nuestra
poca fe, por Mariana, Pau y Daniela que son maestras de vida y espejos también
de ese Cristo que ama y confronta, que acoge pero desafía y sobre todo por
Gaby, que ha sido y sigue siendo para mí un espejo fiel de ese Jesús liberador,
camino a seguir, verdad por descubrir y vida por construir, de ese Jesús eterno
que me invita a la eternidad pero desde un aquí y ahora siempre nuevo, de ese
Jesús que me invita a seguir tratando de cambiar el mundo, pero también a estar
abierto siempre a que el mundo me cambie a mí.
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