(Fragmento
de un texto preparado para un grupo llamado informalmente “el plan” en el que
participamos Martín y Gaby con otros matrimonios amigos de 96 a 97. La idea era compartir algo de nuestra infancia que nos hubiera marcado significativamente).
Ahora que lo pienso bien, todo
ese “orgullo nerd”…fue siempre en alto grado una necesidad de competir por el
cariño paterno entre siete “talentosos y seguiditos” por destino más que por
decisión.
En efecto, siete que llgábamos
año tras año por “gracia de Dios” pero también por toda una mentalidad y una
cultura de época, la cultura de “los hijos que Dios nos mande” que no era muy
reflexionada, era simplemente lo que tocaba y me imagino, que no tocaba con
demasiado disgusto o desagrado donde tocó tantas veces: ocho que fueron siempre
siete en razón de que Gabo llegó cuando Ray ya había partido en ese incidente
deportivo que quizá nos sumergió para siempre en ese “mentes vemos, cuerpos no
sabemos” del que ya les platiqué.
Pensándolo bien, ese ser
aplicados fue casi genético en una familia en la que papá no pudo estudiar –y
para mi daño o beneficio no pudo estudiar arquitectura-. No recuerdo el momento
en que se nos fue haciendo esa conciencia de que teníamos que sacar siempre
diez y que los primeros lugares eran casi parte de la honra de la familia… tal
vez los orígenes son remotos, -llega un recuerdo reciente de mis papás
reclamando a mi maestra de segundo de Primaria del Pereyra porque no me dieron
a mí una medalla que según esto merecía y se la llevó otro compañero-. El caso
es que para nosotros fue algo que se fue haciendo natural, casi dado por hecho.
Sí veo, ahora a la distancia, la necesidad de ser queridos por nuestros papás
por los diplomas y medallas de fin de cursos pero esa es una explicación a
posteriori, algo que nunca nos fue dicho, ni fue forzado ni cuesta arriba para
nosotros que jamás nos sentimos presionados en ese entonces para lograrlo.
El ritual empezaba desde el
primer día de clases en que durante todo el trayecto desde la 31 poniente hasta
la 29 oriente –toda la ciudad de entonces- que mediaban entre la casa y el
salesiano, mi papá iba “sensibilizándonos”
a la enorme trascendencia que significaba entrar a un nuevo año escolar
y cómo tendríamos que esforzarnos por estudiar y “portarnos bien”…todo ello aderezado
con oraciones abundantes.
A partir de allí iniciaba la
carrera y poco a poco y casi como emergiendo de nuestro metabolismo, nos íbamos
ganando los dieces y las famas y las simpatías de unos y las antipatías de
otros. En esta carrera había de todo, entre otras cosas, la sensación de que
cada trabajo era como una batalla campal que tenía que sortearse (aunque si no
salía bien, mis papás tuvieran que llegar 11 o 12 de la noche, al concluir sus
reuniones del grupo religioso en turno –cursillos, acción católica en varias
modalidades, etc.- a terminarlo o de plano a rehacerlo para que al despertar
uno sintiera la tranquilidad de que había salvado el honor y casi la vida. Esta
ayuda de mis papás fue sobre todo en las cuestiones manuales, de allí lo inútil
en ese rubro que salí, lo cual me hizo llegar siempre a entregar mis maquetas
de arquitectura en la universidad don todos los dedos llenos de curitas y me
hace hasta la fecha contratar “especialistas” casi para cambiar el foco que se
fundió en la sala.
Al final del año, el orgullo
de tener en filita tres, cuatro, cinco, seis hijos que transitaban por sus
premios por el pasillo del auditorio y la autoestima que crecía en cada: “¿Cómo
le hacen para que sus hijos sean tan estudiosos?” o “los López Calva esto o aquello”, dicho con
una mezcla curiosa de admiración y envidia por otros papás. Al final de esto,
el rito de agradecimiento en el que desfilaban a comer en la casa todos los
maestros y el padre director, un rito del que yo llegué a tener la sensación de
que me querían en la escuela por mis papás y no tanto por mi persona o por mi
trabajo.
De todo esto aprender,
aprender mucho porque se trataba de estar hiperatentos todas las clases y así
los exámenes “no sabían ni a melón”. El aprender que valoro porque me hizo una
disciplina, una responsabilidad, una trayectoria, un método de estudio y un
gusto por aprender que he descubierto y valorado mucho después.
Este recuerdo tiene dos
sensaciones: la primera es la nostalgia que me sigue invadiendo al escuchar el
“Largo” de Xerxes de Haendel porque me recuerda el pasillo, los profesores al
frente y la despedida de cada uno, así de simple, sin diplomas ni premios,
despedida y abrazos que se hacían mucho más intensos al salir de la secundaria
y repetir, con la misma música, el mismo ritual humano imprescindible que no sé
por qué no se le ha ocurrido a nadie en otros colegios.
La segunda sensación es la de
sentirme por primera vez una persona individual, distinta. ¿Los signos?: La
ropa nueva, la peluquería de grandes con mi papá y la plática de “hombre a hombre”
que me hizo entrar mental y prematuramente a la adolescencia que llegó mucho
más tarde y creo que aún no se acaba de ir.
Estos
signos pueden parecer pueriles pero si tomamos en cuenta que en la selva de
siete uno se sentía siempre masa y que además la propiedad de la ropa siempre
fue comunal (una imagen imborrable es la de mis papás llegando de una tienda y
echando sobre la mesa un montón de playeras y pantalones y diciendo siempre sin
señalar un destinatario: “les trajimos esto a ver si les queda”), si tomamos en
cuenta esto y que la peluquería era muy cara y entonces el peluquero, el famoso
Miguel iba a la casa y nos cortaba el cabello en serie y en serio para que
durara, pues estos dos signos además de la plática personalizada fueron
imborrables…
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