De la clásica frase de
Terencio: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”, el mundo de nuestros
días parece haber transitado hacia una versión totalmente contraria. En efecto,
apoyados en la idea del respeto a la libertad de cada individuo y de la
“tolerancia” y el respeto que se deben tener hacia los demás, los seres humanos
de esta época de crisis-cambio-globalización parecen más bien responder a la
sentencia: “Soy humano, sufro bastante como para tener que preocuparme por el
dolor ajeno”.
Nos ha tocado un tiempo
tan complicado, tan lleno de realidades injustas, indignas e indignantes, dolorosas
e incomprensibles, que nuestra capacidad de asombro y nuestra sensibilidad
hacia el sufrimiento humano parecen haberse diluído en una cómoda indiferencia
disfrazada de respeto a la vida de los demás. Mientras a mí no me afecte lo que
hace y le pasa al otro y mientras yo no afecte al otro con lo que hago o me
pasa, la vida puede transcurrir con total “normalidad”.
Pero esta manera de
enfrentar la vida, de defendernos inconscientemente de la crueldad de la vida,
tiene al menos dos problemas evidentes que tendrían que ser considerados. En
primer lugar, que es imposible, viviendo en sociedad, que a mí no me afecte el
comportamiento de los demás y que a los demás no les afecte mi propio modo de
proceder. En segundo lugar, que este deseo de “no ser afectados” y de “no
afectar” a los demás, se convierte en una coraza que nos aísla a todos de todos
y va diluyendo las redes de cohesión y de solidaridad social.
¿Cómo respondemos hoy a
las demandas de justicia de los más afectados por una organización social regional,
nacional y mundial que es excluyente, egoísta y generadora de sufrimiento
humano?
Las respuestas parecen
ir desde la simple evasión que adquiere formas de racionalización de nuestro
egoísmo –“los pobres, los que sufren, tienen la culpa de lo que les pasa”- o de
simple estetización cómoda de la propia vida –“esa realidad no existe, no tiene
nada que ver conmigo, puesto que no soy una de las víctimas de la situación”-
hasta lo que Lipovetsky[i]
llama el “altruismo indoloro de masas” –“yo soy bueno y apoyo a los que sufren
puesto que redondeo mi cuenta del súper y llamo para donar dinero al teletón”-
mediante el cual creemos colaborar con los demás, pero en el fondo estamos
simplemente curando nuestra propia conciencia y haciéndonos sentir bien a nosotros
mismos.
La educación informal
–la de la casa, los medios de comunicación, los amigos, la calle- y la
educación formal –la de la escuela y la universidad- refuerzan esta
insensibilidad hacia el dolor ajeno y van formando generaciones de personas, de
hombres y mujeres, profesionistas y ciudadanos, que crecen con una visión que
busca siempre ver para sí mismos y que evitan al máximo comprometerse con la
búsqueda común de bienestar, porque no se sienten verdaderamente parte de una
comunidad.
Pero como decía Ortega
y Gasset: “si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo” y la educación
individualista y competitiva que estamos promoviendo, lleva en el fondo, no
solamente a ahondar la injusticia social sino también a generar personas que no
pueden alcanzar su propio proyecto de felicidad.
En su libro “Aprender a
vivir”, José Antonio Marina[ii]
plantea la necesidad de educar en la compasión, de educar la compasión como
parte de una educación que capacite a las nuevas generaciones para construir su
proyecto de felicidad sobre bases sólidas. Puesto que aunque parezca paradójico
–puesto que la lógica simple diría, como señala este autor que “si sufro no
sólo por lo que me sucede a mí, sino también por lo que les sucede a los demás,
mis probabilidades de felicidad disminuyen”- la educación de la compasión
genera personas más felices, puesto que los capacita para sumarse a “una lucha
mancomunada contra el dolor” y hace crecer en una dinámica positiva la relación
dialógica entre lo íntimo y lo social, que son los dos ámbitos fundamentales e
inseparables en los que se desarrolla toda educación y toda vida humana.
Educar la compasión,
educar la capacidad de “sentirse afectado por el dolor de los demás” es un
desafío importante para todos los padres de familia y profesores en este
“cambio de época”. Enfrentarlo con éxito implica asumir que la compasión no es
simplemente un sentimiento sino un
“hábito operativo”, un talante o estilo de ser persona, lo cual significa el
desarrollo de un horizonte afectivo e intelectual completamente distinto al que
está desarrrollando actualmente nuestra educación orientada hacia el éxito
individual, que se sustenta muchas veces en el fracaso social.
-Artículo publicado en Síntesis, 25/03/2007.
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