Probablemente la única áncora de salvación
sea la ciencia, el uranio
235, esas cosas. Pero
además hay que vivir.”
Julio Cortázar. Rayuela.
La educación ha tenido históricamente y tiene hoy, la
función primordial de capacitar a las nuevas generaciones en los conocimientos
científicos y técnicos más actualizados y pertinentes para su inserción
eficiente en el mundo del trabajo y para su adecuada adaptación a la dinámica
social.
Renunciar a este esfuerzo por brindar una formación científica y tecnológica de la más alta
calidad sería condenar a nuestros niños y jóvenes al fracaso social y
significaría una grave falta de ética por parte de los educadores, las
autoridades educativas y la sociedad en
su conjunto.
En las circunstancias actuales en las que la “primera
hélice” de la globalización -como la llama el pensador francés Edgar Morin[1]-
impone condiciones cada vez más fuertes de competitividad para los egresados
del sistema educativo, sería inaceptable una propuesta que invitara a evadir el
compromiso de formación de los “hábitos cognitivos”[2]
de los educandos.
La llamada “sociedad del conocimiento”exige a los
educadores y a las instituciones educativas redoblar los esfuerzos para que los
planes de estudio y las prácticas de enseñanza-aprendizaje que se generan de
ellas aborden con toda seriedad los
contenidos de las diversas disciplinas, haciendo que los estudiantes,
dependiendo de su nivel, puedan familiarizarse, manejar y aplicar con destreza
los lenguajes y métodos de las ciencias naturales, humanas y sociales.
“Pero además…hay que vivir”, y la educación ha tenido
históricamente y tiene hoy con mucho mayor urgencia, el deber de formar en el educando
la clara convicción de que “hay que vivir” y que la ciencia, la técnica, la
información y el conocimiento, no son suficientes para enfrentar con
pertinencia el desafío fundamental que tiene que resolver cada persona por sí
misma: el de construir su propia existencia.
Porque el acelerado desarrollo de la “primera hélice” de
la globalización –la de la economía, el mercado, la dominación, el control- no
ha tenido como complemento y contrapeso un desarrollo suficiente de la “segunda
hélice” –la del humanismo, los derechos humanos, el respeto a la naturaleza y a
la vida-. En este desequilibrio vivimos y de este desequilibrio es producto y
al mismo tiempo productora la educación.
Los acontecimientos trágicos que recientemente se han
producido en el ámbito de instituciones educativas internacionales y locales
están hablando de la urgencia de abordar seriamente este reto de una educación
compleja que deje atrás el falso dilema que plantea la disyunción entre
formación científica de alta calidad y formación humana pertinente.
Una educación a la altura de nuestros tiempos tiene que
ser una educación que conjugue la formación de alta calidad científica y
técnica con la educación humana también de alta calidad autorreflexiva,
afectiva y moral.
Porque la educación actual, como señala Marina, debe
formar los hábitos cognitivos simultáneamente con los hábitos afectivos y con
los hábitos operativos. La educación de la razón y de la creatividad – que no
es lo mismo que una educación de la memoria y la repetición- debe ir tejida en
conjunto con la educación de los sentimientos –que no es lo mismo que una
educación sentimentalista superficial- y con la educación de la autonomía –que
no es lo mismo que una educación del capricho voluntarista-, para poder
responder a las exigencias del mundo actual y a las necesidades de los niños,
adolescentes y jóvenes actuales.
La relación entre educación y sentido de vida es un
elemento fundamental que debe abordar esta educación compleja que capacite para
vivir. Esta relación tiene que ser abordada de una manera acorde con los
tiempos actuales que están marcados por la incertidumbre.
En los tiempos de las certezas y los absolutos, el
sentido de vida era algo predeterminado. Existía UN sentido para la vida
–socialmente legitimado y aceptado- y las nuevas generaciones tenían que
asimilarlo y adoptarlo como propio para orientar sus propias vidas.
La educación actual, la de los tiempos de incertidumbre,
debe formar a los educandos en la convicción de que “la vida no tiene sentido”,
sino que hay que dárselo. Víktor Frankl[3],
el famoso terapeuta judío que sobrevivió al holocausto, afirma que el sentido
de la vida es lo que mantenía la humanidad de los prisioneros en el campo de
concentración. No era un sentido de vida predeterminado sino un ejercicio
íntimo y profundo de libertad que nacía de lo más profundo y que llevaba a los
que lo ejercitaban a entrar a la cámara de gases recitando una oración,
mientras otros lo hacían maldiciendo.
La educación debe promover los espacios para que cada educando
caiga en la cuenta de que es necesario construir un sentido para su propia vida
y aportar elementos de sentido a la existencia de la sociedad y de la especie
humanas y, a partir de esta convicción, desarrollar las herramientas
intelectuales, afectivas y operativas que les permitan construir día a día su propio
proyecto de vida, dentro de las circunstancias generales que les presente la
vida.
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