*Ponencia presentada en la VII Jornada Nacional de Investigadores en Educación y Valores. UV-Xalapa, 2008.
“Un nuevo sistema
educativo, basado
en el espíritu de religación, radicalmente
diferente por tanto, al existente en
la actualidad, debe ser instaurado”.
(Morin, 2005; p. 170)
Así como el conocimiento y la educación están íntimamente
ligados puesto que el conocimiento es el contenido fundamental que se comunica
en todo proceso educativo, así también la ética y la educación están vinculadas
de manera irrenunciable puesto que la ética es la que traza el horizonte de
finalidades hacia el cual debe tender todo proceso formativo. Si el
conocimiento responde a la pregunta por el qué de la educación, la ética
responde por la cuestión del para qué de todo el proceso educativo puesto que
se educa presumiblemente para algún bien, para proporcionar un bien al educando
y para encaminarlo hacia un bien, para aportar un bien a la sociedad y
contribuir a su orientación hacia un bien, para aportar un bien a la cultura y
renovarla con nuevas visiones del bien.
Pero la sociedad actual está en un momento especialmente
crítico y esta crisis es sin duda, en un alto grado, de carácter ético. Se
educa definitivamente por algún un bien, pero el problema actual es que no
tenemos una respuesta adecuada, clara y sobre todo compartida a la pregunta:
¿Qué queremos decir con la palabra “bien”? y al no existir esta respuesta, aún sin
darse cuenta, el sistema educativo entra en crisis porque se queda sin una
orientación socialmente aceptada que marque el rumbo, que trace el horizonte de
sus finalidades, que ayude a visualizar modos concretos de contestar a la
pregunta: ¿para qué se educa?
En el epígrafe Morin nos habla de esta crisis de
finalidades de la educación al proclamar la necesidad de un nuevo sistema
educativo, “radicalmente diferente” al actual. Si la ética se ocupa de la
“buena vida humana” y se debería educar para la orientación personal y grupal
hacia esa vida que implique más que sobrevivir, los resultados de la educación
existente parecen no ser muy satisfactorios. Si la ética tiene que sustentarse
en el espíritu de religación humana –con uno mismo, con los demás, con la
sociedad, con el cosmos-, la educación actual parece estar más bien sirviendo
para separar, para aislar, para provocar dispersión –al interior de cada ser
humano, entre los seres humanos, entre las sociedades, entre la humanidad y el
cosmos-, por lo que el reclamo de Morin adquiere una urgencia especial en estos
tiempos de crisis-cambio-globalización que parecen ahondar cada día la brecha
que separa a los humanos de los humanos, que abre un abismo cada vez mayor
entre los humanos y lo humano.
¿Cómo realizar esta radical reforma del sistema educativo
que es parte de la “reforma del espíritu”? ¿Cómo construir un sistema educativo
sustentado en el espíritu de religación humana? ¿Cómo aproximarnos hoy a una
nueva respuesta, adecuada a nuestros tiempos, a la pregunta de qué queremos
decir con la palabra bien?
Repensar la ética en la educación.
“…no somos seres que se
puedan comprender
únicamente a partir de la Cosmología, la
Física,
la Biología, la Psicología…”
(Morin, 2001; p. 51)
“La ética…continua problemática. O sea,
crea problemas, que nos
obligan a pensar”.
Kostas Axelos (En Morin,
2005; p. 19)
Un elemento fundamental que puede ayudarnos a descubrir
líneas de pensamiento y acción que nos conduzcan hacia la progresiva y radical
reforma del sistema educativo, tiene que ver con la necesidad de repensar la
ética en la educación. Si toda educación es generada por una visión ética
habría que empezar por preguntarnos cuál ha sido y está siendo el papel de la
ética en el campo de la educación y qué visión ética es la que predomina –y se está
regenerando- dentro del sistema educativo actual, para poder plantear algunos
elementos de cambio. Revisar el sustento ético sobre el que descansa nuestro
sistema educativo es la primera tarea fundamental en el camino de su
trans-formación.
En este sentido podríamos decir sintéticamente que por
una parte, el papel de la ética ha sido y sigue siendo hoy un papel muy
secundario en el sistema educativo –tanto por el proceso de desarrollo y
diferenciación teórica que ha vivido el campo educativo como por el proceso de
desarrollo mismo de nuestra sociedad- y que la visión predominante es la de una
ética simplificadora, sustentada en certezas y dogmáticamente transmitida, en
suma, una “ética de la ley”.
El pensamiento teórico sobre el hecho educativo nació,
como todas las demás ciencias, del pensamiento filosófico. La filosofía fue la
disciplina que se encargó por siglos de la reflexión sobre la educación, del
planteamiento de sus problemas básicos y de la búsqueda de sus fundamentos y
criterios de validez. De ella se desprendió la Pedagogía, que siguió siendo una
disciplina muy cercana en su método y en sus características al campo
filosófico. De la Pedagogía o dentro de ella, nace la Didáctica como el campo
teórico que se ocupa de estudiar “el arte de enseñar”, que se sigue
considerando un saber práxico, ligado a la sabiduría humana –phronesis,
phronema-, con un alto contenido ético. El proceso de diferenciación teórica
del campo de la educación se ve radicalmente acelerado en el siglo XIX con la
emergencia de la Psicología y la Sociología como ciencias independientes y con
la creación y consolidación de la visión positivista de la ciencia, que origina
la visión de que todo conocimiento, para poder ser considerado científico,
tiene que utilizar “El método científico” y ser verificable –más tarde con
Popper, falsificable- empíricamente. En el siglo XX el proceso continúa con el
desarrollo de las llamadas “Ciencias de la Educación” (Psicología de la
Educación, Sociología de la Educación, etc.) que van poco a poco ganando
terreno y apropiándose de la legitimidad que tuvieron la Pedagogía y la
Didáctica en el pasado. Surge además la llamada “Teoría curricular” que se
ocupa del estudio sistemático de la organización de los contenidos de la
educación, pero que pronto va ampliando su visión a partir de la idea de que el
currículo no solamente es el planteamiento de los conocimientos a enseñar sino
que comprende todo lo que sucede en el intercambio educativo cotidiano, en el
que conlfuyen y se reflejan los intereses, tensiones y prioridades de la
organización social en la que se desenvuelve el sistema educativo. La teoría
curricular va abarcando cada vez más terreno en cuanto a la explicación del
fenómeno educativo como tal, hasta irse convirtiendo prácticamente en una
disciplina articuladora donde convergen los conocimientos que se producen en la
psicología educativa, en la sociología de la educación, en la administración y
la economía de la educación, etc.
Este proceso de desarrollo va desplazando poco a poco la
reflexión filosófica y con ella la reflexión ética del campo de la educación,
relegando estos campos por considerarlos “no científicos” en el sentido de la
visión positivista, es decir, en cuanto no son conocimientos generados de
acuerdo al “método científico” y no son empíricamente verificables o
falsificables. Esto llega al nivel en que lo ético es considerado por mucho
tiempo como un asunto casi mítico o religioso y se excluye del debate educativo
todo lo referente a los valores. El tema ético y la preocupación por la
formación en valores en las escuelas y universidades retoma importancia con la
evidencia creciente de la crisis humana y social que se vive, retornando el
asunto a los congresos, temas de investigación y conferencias o publicaciones.
Sin embargo, este retorno se da básicamente por el lado de la psicología de la
educación, a través de las teorías y modelos desarrollados por autores ya
clásicos como Rockeach, Kohlberg , Simon y Raths (en Escámez, s/f). La razón es evidente: los estudios de corte
psicológico se sustentan en experimentación empírica y dan cuenta de resultados
“objetivos”, mientras que la reflexión ética por no ser verificable
empíricamente es considerada más bien subjetiva y no “práctica”, no “aplicable”
al terreno de la educación. Estos estudios de psicología experimental que han
desarrollado modelos prácticos de educación moral, se complementan con estudios
de tipo neurofisiológico, de biología y genética como el libro “Moral minds” (2006) de Hauser, que
intentan situar en el funcionamiento cerebral una especie de “instinto moral”
que pretendería explicar el comportamiento ético prescindiendo de las nociones
de libertad, voluntad o autonomía humanas.
Si bien los estudios de corte psicológico han producido
conocimientos muy sólidos sobre el modo en que los seres humanos llegan al
juicio moral y a la decisión y modelos muy interesantes de desarrollo de estos
procesos en el aula, es también cierto que la perspectiva psicológica por sí
misma, puede explicar solamente un ángulo del problema ético y debería
complementarse con la reflexión ética de carácter filosófico.
Llegamos aquí al punto que cuestiona Morin en el primer
epígrafe de este capítulo y que nos sirve para plantear una línea necesaria para repensar el asunto ético
en la educación. Se trata de generar la convicción en el sistema educativo
impregnado de positivismo, de que los seres humanos “no somos seres que se
puedan comprender solamente desde la Cosmología, la Física, la Biología y la Psicología”,
que somos seres infinitamente más complejos, que tenemos una dimensión mental o
espiritual que si bien está enraizada en los procesos cosmológicos, físicos,
biológicos, químicos y psicológicos, no puede ser explicado única y
exclusivamente desde estas perspectivas. Aunque existe una base empíricamente
verificable de la dimensión ética del ser humano, la dimensión ética del ser
humano no puede reducirse a procesos empíricamente verificables.
Es por ello que el desafío que se presenta al sistema educativo
pasa por una reorientación del pensamiento para poder generar una nueva
perspectiva para comprender la ética y de ahí tiene que llegar a un
replanteamiento estratégico de acción política que lleve a la búsqueda de
trans-formación de sus estructuras.
Esta nueva visión ética debe concebir a la ética como una
continua problemática, como una “creadora de problemas que nos obligan a
pensar”. Sin embargo esto no es así en la ética que está presente en nuestros
sistemas educativos. La ética que tenemos es una ética de respuestas, una ética
de certezas, una ética de normas. La ética con la que contamos es la ética de
los listados de “debes hacer esto” y “no debes hacer aquello” con la que los
profesores, sin entender muchas veces los por qués, vamos tratando de adiestrar
a nuestros estudiantes.
El
cambio en la organización educativa
“…la enseñanza de las
humanidades no debe
ser sacrificada sino magnificada”.
(Morin, 2000; p. 106)
El cambio de la visión ética en la educación –que genera
a la educación que a su vez genera una nueva visión ética- se tiene que
reflejar en el nivel de la organización y las estructuras educativas para poder
apuntar hacia esta “reforma del espíritu” necesaria para “salvar a la
humanidad, realizándola”. En este ámbito vamos a considerar básicamente dos
aspectos: El de la organización institucional y el de la organización
curricular.
En el nivel de la organización institucional, el paso de
una visión ética simplificadora a una visión compleja, tendrá que reflejarse en
el paso de una organización de baja complejidad a una organización de alta
complejidad. Lo anterior implica el paso de una organización estrictamente
vertical, centralizada, controladora a una organización más horizontal –con
estructuras más planas-, con alternancia de centralización, policentrismo y
acentrismo, y basada en la responsabilidad compartida y en el compromiso
comunitario. Esto significa escuelas y universidades con organizaciones
flexibles en las que ciertos procesos básicos tienen una planeación, coordinación
y evaluación centralizada, otros procesos están distribuidos en su planeación,
coordinación y evaluación en diversas instancias y niveles de la estructura
organizacional y algunos más dependen de la creatividad y la iniciativa de
todos los individuos y grupos que tengan la creatividad y el entusiasmo para
proponerlos y realizarlos. Significa
también la ruptura con la quasi-sagrada estructura jerárquica del sistema
educativo tradicional en la que cada nivel o responsabilidad educativa o
administrativa adquiere el significado de un título nobiliario y exige un
aislamiento de los demás niveles y un ejercicio de la autoridad vertical, visto
como ejercicio del poder que autoafirma a quien lo ejerce, en lugar de ser
visto como una oportunidad de servicio para el crecimiento de todos los
miembros de la organización.
En efecto, la visión ética rígida y abstracta que
predomina en la actualidad, hace que contemos con una organización educativa
excesivamente centralizada, demasiado jerárquica y sustentada en el control por
la desconfianza. Esta organización se fundamenta en una “ética de la ley” que
deviene generalmente en una sobre-regulación de todos los procesos.
Las organizaciones de baja complejidad se sustentan en
una ética del “ajusticiamiento”, del castigo y la condena a todo aquel que
comete un error o se llega a desviar de la norma establecida, aunque esta no
tenga sentido. El cambio en la organización tendrá que ir hacia una
institucionalidad que se base en la justicia entendida como proceso para “ajustar”
lo que se ha desajustado en la operación conjunta, para contrarrestar o corregir lo que evita la
cooperación o la bloquea. Este cambio implicará necesariamente un sustento en
la confianza en la responsabilidad de cada individuo y un espíritu de colaboración
y compromiso ante una misión común, lo que implica la construcción progresiva
de significados y valores comunes a la organización, es decir, la preocupación
central de la autoridad por la edificación progresiva de comunidad educativa
que sustente la organización de alta complejidad.
Este sustento en la confianza genera el rompimiento de la
dinámica deber-indiferencia y el surgimiento de la dinámica querer-compromiso
que caracteriza a las organizaciones creativas y en proceso de desarrollo hacia
el bien humano general. No se trata del planteamiento de una organización ideal
o perfecta. Una organización de alta complejidad implica riesgos que pueden
producir elementos de degradación y autodestrucción, pero tiene también, cuando
se cuida el equilibrio siempre en tensión, enormes ventajas y resultados
auténticamente educativos que de ninguna manera puede alcanzar una organización
sustentada en la visión ética tradicional.
En lo relativo a la organización curricular, el cambio de
visión ética tendrá que generar reformas también muy profundas. En principio,
volverá a poner el asunto ético en el centro de las preocupaciones que definen
la finalidad de la educación, lo cual quiere decir que desde la raíz de la
concepción curricular, el planteamiento de los objetivos, los perfiles, los
ejes curriculares y la organización de los planes y programas, tendrá que
contemplar la dimensión ética de la educación.
El asunto de la ética en la educación no se remedia
incluyendo materias de ética profesional o de formación valoral como elementos
adicionales al currículo. El problema es complejo y tiene que se abordado de
manera compleja. La cuestión de la ética tiene que plantearse como un sustento
que se distinga explícitamente desde la concepción curricular misma y se
refleje como un horizonte de todo el currículo.
Lo anterior implicará que la organización de los
contenidos tenga que hacerse desde una perspectiva distinta, más enfocada por
problemas humanos, sociales y ambientales que por contenidos disciplinares independientes.
Estos problemas tendrán que ser abordados de manera interdisciplinar y tendrán
que contemplar una dimensión de reflexión filosófica que integre el diálogo de
todas las ciencias.
Como afirma Morin, el papel de las humanidades tendrá que
ser muy relevante –“No sacrificado sino magnificado”- en todos los planes de
estudio de los distintos niveles educativos, a diferencia de los currículos de
estos tiempos marcados por el pragmatismo tecnocrático donde las asignaturas de
tipo humanístico han sido relegadas e incluso excluidas de los planes y
programas de estudio. Este papel magnificado de las humanidades no tendrá que
darse como un “retorno” a la inclusión de asignaturas de tipo tradicional en el
currículo sino en formas nuevas, problematizadoras, creativas, que impliquen al
educando en procesos de reflexión y deliberación sobre los grandes problemas de
la humanidad utilizando el bagaje cultural humanístico que tenemos los seres
humanos del siglo XXI.
De la misma forma, el papel de la filosofía como eje
reflexivo articulador, más que como conjunto de contenidos específicos a
enseñar, deberá ser replanteado y asumido con claridad si se quiere que todo el
currículo refleje esta intencionalidad ética compleja. La Filosofía debe ocupar
el lugar de articuladora de los aprendizajes de todas las disciplinas desde la
perspectiva reflexiva profunda que plantea y dialoga sobre los grandes
problemas del ser humano, entre los cuales, el problema ético, el planteamiento
de en qué consiste una “buena vida humana”, es fundamental.
El desarrollo de la toma de decisiones del estudiante
tendrá que contemplar, dependiendo de los niveles y edades, cierto grado de
participación e interactividad en la construcción de la trayectoria escolar de
cada educando, a partir de un plan de estudios flexible, multidimensional,
creativo y abierto. El currículo entonces será visto como un espacio a
construir en diálogo entre el educando y los educadores y no como un camino
tubular, cerrado y rígido, donde todo está previamente establecido, controlado
y dispuesto.
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